Había una vez un niño que nunca había sido feliz, al terminar sus deberes, pasaba todo su tiempo libre en su habitación mirando la televisión y jugando con su ordenador. Un día cansado de todo ello, tomó una hoja de papel y se puso a dibujar. Trazó un círculo con un compás, con la regla dibujó un triangulo en su interior, cuando terminó de colorear su dibujo, entró por la ventana una pequeña mariposa dorada.
"Buenos días hermoso niño, yo puedo hacer cumplir tus deseos, pero sólo los buenos y justos que hay en tu mente".
Dicho esto la mariposa con un susurro de sus alas, hizo aparecer en el aire una escalera e invitó al niño a trepar por ella cada vez más alto.
Érase una vez un país muy, muy lejano. En él había un castillo con dos grandes y altas almenas desde las que se podía tocar la luna algunas noches; de hecho, a veces la luna hasta se quedaba a dormir en el tejado… Cerca del castillo había unas preciosas montañas de color azul desde las que todas las mañanas se despertaba el sol.
El castillo era de una pequeña princesa; los papás de la princesa le habían puesto por nombre Alina, porque consideraban que era un nombre muy apropiado para una princesa tan pequeña y bonita como su hija. En sus ratos libres a la princesa le gustaba pasear por los jardines de su castillo y dibujar en la pizarra que sus papás le habían puesto en su cuarto; además leía cinco cuentos todas las tardes.
Los maizales no sólo existen en Estados Unidos. Incluso en los Monegros, donde no hay agua suficiente casi ni para beber, se han empeñado en plantarlos. Y son como los que se ven en las películas, como los de Sleepy Hollow y su jinete sin cabeza: profundas extensiones de plantas delgadas como juncos, pero cubiertas de grandes hojas que se enmarañan y no dejan ver a tan siquiera unos metros de distancia. Son campos en los que te puedes perder si no andas con cuidado, en los que el sonido desaparece haciéndote sentir en otro mundo. Y, por supuesto, son el sitio ideal para esconder una historia de miedo.
Es por esto que Samuel, Tomás y Marina iban siempre que podían hasta el lindero de las plantaciones de maíz.
A Zilia le gustaba visitar a sus abuelos franceses, los cuales vivían en una casita en Fort Fleur, en Normandía. Le encantaba dormir en la buhardilla, con las estrellas brillando a través de los ventanucos, y también ir a ver a las vacas, las gallinas y los cerditos de las granjas circundantes. Pero lo que más le gustaba de todo era jugar por el bosque que crecía en torno a la casa.
Zilia era una niña a la que le gustaba mucho leer, sobre todo historias de aventuras y de misterio, pero, viviendo en la gran ciudad, le resultaba muy difícil imaginarse en una misteriosa selva, o en una montaña recóndita donde sólo se escuchaba el canto de los pájaros. Entre edificios y coches le costaba creer que hubiera duendecillos, o hadas. Sin embargo, en Fort Fleur todo parecía posible, y pasaba las mañanas y las tardes corriendo y soñando entre los árboles.
En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.
¿Alguna vez te preguntaste por qué el mosquito molesta tanto con su zumbido?
En áfrica lo explican así…
Dicen que hubo un tiempo en que los animales hablaban, y que el mosquito era muy charlatán. Hablaba de cualquier cosa, con tal de no quedarse callado, y tenía hartos a todos. Un día encontró al lagarto, que tomaba sol en paz hasta que el llegó con su bla - bla.
Había una vez un inmenso, inmensísimamente inmenso campo de girasoles. Era como una luminosa alfombra amarilla, tendida desde la orilla del camino hasta más allá del horizonte. Era un campo de girasoles orgullosos. Cada uno quería ser el primero y se empujaba para ser más alto que el otro. Ni siquiera se hablaban.
Sólo les importaba crecer y crecer, amarillear cada vez más radiantes y siempre girando para no perder de vista al Sol. El Sol no les llevaba el apunte, seguía su camino tan alto, tan solo.
Así durante el día. ¿Y durante la noche?
Los árboles mayores, que se erguían casi hasta tocar el cielo con sus copas agudas, hablaban con el árbol pequeño que crecía entre ellos:
—Alguna vez —decían—; alguna vez serás alto como nosotros y como nosotros podrás ver el lago allá abajo, engarzado como una joya verde o azul entre las montañas verdes o azules. Alguna vez, alguna vez...
El viento, cuando descendía hasta la altura del árbol pequeño, también hablaba con él:
—Vengo de todas partes y lo sé todo... Conozco los bosques, las montañas, los campos, las ciudades de los hombres... Alguna vez, cuando te eleves tanto como los otros árboles, te contaré cosas... Alguna vez, alguna vez...
Al llegar la primavera, cuando los pájaros venían en busca de calor y de alimento, el árbol pequeño tenía más noticias del mundo que aún no alcanzaba a ver. Los pájaros piaban:
—Hay sitios donde todo es arena, hay sitios donde todo es nieve, hay sitios donde todo es agua... Alguna vez, cuando seas más alto y más sólido, haremos nuestros nidos en tus ramas y te contaremos todo lo que sabemos... Alguna vez, alguna vez...
Tengo una abuela astronauta. Muchos años trabajó en la NASA y se acaba de jubilar. Dice que quiere estudiar para chef porque antes, con todo lo que viajaba, nunca tenía tiempo para hacerse ni un huevo frito.
Ahora que yo estoy más grande, le entiendo mejor cuando cuenta sus historias planetarias. La verdad es que en casa no la escuchan, creo que piensan que miente un poco. Además, a nadie en mi familia le importa si sale el arco iris en Saturno, o si nace o muere una estrella.
A mí me encanta escucharla y yo también quiero ser astronauta. Por eso estoy contento de que esté más tiempo cerca y le insisto para que venga a visitarme. A veces viene pero se va enseguida. Casi siempre se enoja con mi mamá y le dice que se va a ir a Marte en cualquier momento. Siempre le escucho decir que tiene ganas de volar.
Creo que se está fabricando un cohete espacial en el fondo de su casa. Eso me lo contó cuando le pregunté cómo era que se iba a ir Marte si ya no trabaja más para la NASA. Que guarde el secreto, dijo mi abuela y a lo mejor, ahora que estoy crecido –como dicen– la puedo ayudar así de paso aprendo algo de astronáutica.
Zelmira bajó el viejo changuito del soporte de donde colgaba. Corrió el canasto con leña para darle paso, abrió todo lo que pudo la puerta del lavadero y lo hizo andar sobre sus dos ruedas hasta la calle.
Cada vez que empezaba el día, Zelmira se metía tanto en el trabajo que el mundo apenas la rozaba. Por eso más de una vez tenía que descansar en alguna plaza, o al borde de la vereda. Según el peso que llevara. De chica había aprendido de su abuela a juntar besos. Ahora la abuela no estaba y la nieta había quedado a cargo, sólo ella sabía dónde llevarlos al final de cada jornada.
Zelmira tomaba los besos justo en el momento en que se posaban en las mejillas de la gente, levantaba su mano en el aire, la movía para saludar y ahí se le pegaban. Como a un imán. Y los ponía en el changuito.
Serafín amanece feliz tocando el saxofón.
Está tan entretenido, que se sorprende cuando su mamá le dice:
—Serafín, ve a llevarle el almuerzo a tu abuelo que trabaja en el bosque.
—¿Ya es mediodía? —pregunta Serafín.
—Sí. Y el abuelo debe tener hambre. Apúrate.
Serafín guarda su saxofón y camina hacia el bosque. El sendero bordea una laguna azul. A la orilla crecen flores de muchos colores y Serafín se detiene a mirarlas.
Por fin escoge una.
Entonces, un cocodrilo sale chapoteando del agua.
—¿Por qué has tomado esa flor? ¡Ese color es horrible! El cocodrilo grita tan fuerte que salpica de saliva a Serafín.
Había una vez un niño llamado Vicente. Era moreno, alegre y muy ágil. Lo que más le gustaba era levantarse muy temprano, correr por el parque con su perro Tody y comer chocolates con almendras.
Pero había algo que le gustaba mucho más todavía. Para Vicente no había nada mejor en el mundo que pasear con su papá y sentir que su mano fuerte tomaba la suya para cruzar la calle. Entonces no necesitaba mirar ni a derecha ni a izquierda como le habían enseñado; podía caminar confiadamente.
Entonces era feliz. Pero el papá de Vicente era un hombre muy ocupado. Tenía tan poco tiempo libre que a veces pasaban días sin que el niño pudiera verlo ni escuchar su voz.
Una noche, el Búho bajó a la orilla del mar. Se sentó sobre una gran roca y miró las olas.
Todo estaba oscuro. Entonces, la puntica de la Luna apareció sobre el borde del mar. El Búho contempló la Luna subir cada vez más alto en el cielo.
Pronto la Luna estuvo brillando entera y redonda.
El Búho se sentó en la roca y miró a la Luna durante un largo rato.
—Si yo estoy mirándote a ti, Luna, tú debes estar también mirándome a mí. Tenemos que ser muy buenos amigos.
Desde muy temprano, Tocotoc, el cartero de Cataplún, sale a repartir las cartas y los paquetes por todo el pueblo. En un morral grande y resistente Tocotoc lleva los mensajes y regalos que amigos y familiares de otros pueblos envían a los cataplunenses.
A las siete de la mañana Tocotoc da unos golpecitos en la primera casa de su recorrido que suele ser la de Kupka, el zapatero.
–Toc-toc-toc...
–¿Quién es? –dice el zapatero.
–Soy yo, Tocotoc. Te traigo una carta de tu hija Tris. Viene desde Achix.
Tenía un hermano pequeño, y a nadie más tenía. Hacía mucho tiempo, desde la muerte de sus padres, habitaban los dos solos en esa playa desierta, rodeada de montañas. Pescaban, cazaban, recogían frutos y se sentían felices.
En verdad, tan pequeño era el otro, apenas como la palma de su mano, que el mayor encontraba normal ocuparse él solo de todo. Pero atento siempre a la vigilancia de su hermano, delicado y único en su minúsculo tamaño.
Nada hacía sin llevarlo consigo. Si era día de pesca, allá se iban los dos mar adentro, el mayor metido en el agua hasta los muslos, el menor a caballo en su oreja, ambos inclinados sobre la transparencia del agua, esperando el momento en que el pez se acercaría y ¡zas! caería preso en la celada de sus manos.
Sapo estaba sentado a la orilla del río. Se sentía raro. No sabía si estaba feliz o triste, había pasado toda la semana con la cabeza en las nubes. ¿Qué sería lo que le pasaba?
Entonces se encontró con Cochinito.
—Hola Sapo —dijo Cochinito—. No te ves bien. ¿Qué tienes?
—No sé —dijo sapo—. Tengo ganas de llorar y de reír al mismo tiempo. Hay algo que hace Tunk tunk dentro de mí, aquí.
—Quizá tienes gripe —dijo Cochinito—. Mejor te vas a acostar. Sapo siguió su camino. Estaba muy preocupado.
Entonces pasó por la casa de Liebre.
GRILO ALETEÓ HACIA UN MATORRAL DONDE BRILLABAN UNOS OJOS NEGROS.
–¿QUIERES VOLAR CONMIGO?
–NO ME GUSTA VOLAR –CONTESTÓ UNA VOZ RONCA.
GRILO CASI SE APAGÓ CUANDO VIO DELANTE DE ÉL UNA FIGURA IGUAL A UN CORCHO DE BOTELLA.
–¿VES? NO TENGO ALAS, PERO DOY GRANDES SALTOS –DIJO EL DESCONOCIDO.
–¿CÓMO TE LLAMAS? –PREGUNTÓ GRILO CON ADMIRACIÓN.
Cuento 1: EL DEDUCTIVO SEÑOR TÁBANO, de Pedro Pablo Sacristán
El señor Tábano era el nuevo responsable de la oficina de correos de la pradera. Le había costado mucho obtener aquel trabajo tan respetado viniendo desde otro jardín, y según él, lo había conseguido gracias a sus grandes dotes deductivas. Y aquel primer día de trabajo, en cuanto vio aparecer por la puerta a don escarabajo, la señora araña, la joven mantis y el saltamontes, ni siquiera les dejó abrir la boca:
—No me lo digan, no me lo digan. Seguro que puedo deducir cada uno de los objetos que han venido a buscar- dijo mientras ponía sobre el mostrador un libro, una colchoneta, una lima de uñas y unas gafas protectoras.
A Tito Veloz le gusta ser quien es...
A veces Tito Veloz piensa en las cosas. ¿En qué cosas? Pues en las cosas de la vida, y eso es complicado.
A veces Tito Veloz piensa en ser otra persona, por ejemplo, piensa en ser presidente y se ve dando un discurso y recibiendo aplausos.
Otras veces se imagina que es el dueño de la panadería y se ve sentado junto al horno en la mañana, recibiendo el olor delicioso del pan y el calor de la leña.
A veces Tito piensa en ser el maestro del pueblo y se ve rodeado de niños, enseñándoles cosas como hacer música con una peinilla, o fabricar burbujas cuadradas, o descubrir colores.
Cuando abuela dice “Hace mucho tiempo…”, ese “mucho tiempo” se va lejos, a caminos de piedra y carruajes con cortinitas y princesas y gatos.
Cuando dice “Yo recuerdo…”, abuela regresa a una playa, se sienta en la punta del muelle y juega a descubrir veleros de la mano de su padre.
Otras veces dice “Yo creo...”, y se le agrandan los ojos, pues vuelve a ver los trenes que a los seis años le parecían enormes, aunque vinieran al pueblo de vez en cuando, pintados de azul y lentos. Porque en un tren vino el abuelo al pueblo.
CHOCO ERA UN PÁJARO MUY PEQUEÑO QUE VIVÍA A SOLAS. TENÍA MUCHAS GANAS DE CONSEGUIR UNA MAMÁ, PERO ¿QUIÉN PODRÍA SERLO?
UN DÍA DECIDIÓ IR A BUSCAR UNA.
PRIMERO SE ENCONTRÓ CON LA SEÑORA JIRAFA.
—¡SEÑORA JIRAFA! —DIJO—. ¡USTED ES AMARILLA COMO YO! ¿ES USTED MI MAMÁ?
—LO SIENTO —SUSPIRÓ LA SEÑORA JIRAFA—. PERO YO NO TENGO ALAS COMO TÚ.
CHOCO SE ENCONTRÓ DESPUÉS CON LA SEÑORA PINGÜINO.
—¡SEÑORA PINGÜINO! —EXCLAMÓ—. ¡USTED TIENE ALAS COMO YO! ¿SERÁ QUE USTED ES MI MAMÁ?
Margarita era una niña muy alegre y divertida, tenía el cabello rubio, muy largo, ojos azules, piel muy blanca con pequitas sobre la nariz, le gustaba ir a la escuela y tenía muchas amigas.
Pero había algo en su vida que no le gustaba para nada, su nombre, siempre se preguntaba por qué no se llamaba Mariana, Silvana, Agustina o Cecilia, o algún otro nombre más sofisticado que Margarita. Su mamá le decía que Margarita simbolizaba la simpleza, la dulzura y el aroma de la flor más sencilla pero la más linda y duradera de todas las flores del universo.
Esto no conformaba a la niña y cada día estaba más disconforme y hasta le estaba cambiando el carácter, se había vuelto descortés y siempre se la veía de mal humor.
CUENTO 1: LA MARGARITA FRIOLENTA, DE FERNANDA LÓPEZ DE ALMEIDA
HABÍA UNA VEZ UNA MARGARITA EN UN JARDÍN. CUANDO CAYÓ LA NOCHE, LA MARGARITA COMENZÓ A TEMBLAR. EN ESO, LLEGÓ VOLANDO UNA MARIPOSA AZUL.
—¿POR QUÉ ESTAS TEMBLANDO? —PREGUNTÓ LA MARIPOSA.
—¡FRÍO! —ES HORRIBLE TENER FRÍO. ¡Y EN UNA NOCHE TAN OSCURA!
LA MARGARITA MIRÓ DE REOJO A LA NOCHE Y SE ACURRUCÓ EN SUS HOJAS.
Cuento 1: LA HISTORIA DE UNA HOJA...DE CARPETA
Era un hoja de carpeta.
Tenía algunas palabras escritas y un manchón.
Por eso quedó olvidada debajo del pupitre de una escuelita rural.
Como ya habían comenzado las vacaciones la hoja, aburridísima, suspiraba y dormía todo el día.
Una vez soñó que un chico hacía con ella un avión y llegaba hasta las nubes blancas. Otra vez que la convertían en barco y que viajaba por ríos y mares.
Una mañana los pintores llegaron a la escuela con baldes y pinceles y corrieron los bancos dispuestos a acondicionar las aulas.
Sepo se despertó.
—¡Maldición! —dijo—. Esta casa es un desorden. Tengo un montón de cosas que hacer.
Sapo miró por la ventana.
—Sepo, tienes razón —dijo Sapo—. Es un desorden.
Sepo se tapó la cabeza con las mantas.
—Lo haré mañana —dijo Sepo—. Hoy pasaré el día tranquilo.
Sapo entró en la casa.
—Sepo —dijo Sapo—, tus pantalones y tu chaqueta están tirados en el suelo.
Sukimuki era una princesa japonesa.
Vivía en la ciudad de Siu Kiu, hace como dos mil años, tres meses y media hora.
En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer era quedarse quietitas.
Nada de ayudarle a la mamá a secar los platos. Nada de hacer mandados. Nada de bailar con abanico. Nada de tomar naranjada con pajita.
Ni siquiera ir a la escuela. Ni siquiera sonarse la nariz. Ni siquiera pelar una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz.
Nada, nada, nada.
Lo que les voy a contar ocurrió hace mucho, mucho tiempo, cuando yo iba a visitar a mi tía Nina. Ella vivía en una casa antigua, con un gran patio y muchas flores. A mí me encantaba ir a dormir con Nina porque podía jugar en su jardín por las mañanas, ayudarle a cocinar y sobre todo… ¡Desayunar en la cama!
Siempre tendía para mí un sofá que estaba contra una pared de su dormitorio. Allí me acostaba cada noche y mientras me dormía, me gustaba mirar una gran mancha de humedad que había en esa pared. Buscaba adivinar en esa mancha formas, caras, personajes. Una noche de lluvia ocurrió algo muy extraño. De pronto, vi salir de la pared algo extraordinario. Parecía un fantasma de algodón…pero oscuro, tan oscuro como las nubes que anuncian chaparrones. Sentí que tocaba uno de mis hombros mientras se transformaba en una dama gris de increíble belleza y decía con voz muy profunda, pero dulce y amable:
Felipe estaba harto de ser soldado de torta. En una casa con cuatro niños: Valerio, Víctor, Venancio y Valentín, todos los años le tocaba un cumpleaños de trabajo… ¡Era demasiado! Estaba decidido a cambiar de actividad. Quería ser útil toda la temporada.
Escuchó que el menor, Valentín, de sólo un año, lloriqueaba en la cuna. Su mamá estaba hablando por teléfono, entonces Felipe salió de la alacena y en puntas de pie fue hasta la almohada de Valentín. Le cantó bajito:
Duérmase niñito, duerma Valentín,
su amigo Felipe lo cuidará aquí.
¡El nene se durmió!
CUENTO 1: PEPITA CATALINA SE PERDIÓ
—¿DÓNDE ESTÁ MI PEPITA CATALINA? —PREGUNTÓ CECILIA, CON GANAS DE LLORAR. ESA NOCHE SE QUEDARÍA A DORMIR CON SUS ABUELOS, PERO SIN SU MUÑECA DE TRAPO AL LADO, EL SUEÑO NO VENDRÍA NUNCA.
—YO NO LA VI -DIJO BERNARDO. ACÁ, CON MIS HERRAMIENTAS, NO ESTÁ —Y SIGUIÓ ARREGLANDO SU GRÚA VERDE—. SI LA ENCUENTRO DESARMADA, LE PONGO TORNILLOS Y TE LA DOY.
GABRIEL, POR SU PARTE, EXCLAMÓ:
—YO TAMPOCO LA VI. ESTOY LUCHANDO CONTRA LOS MONSTRUOS ¡NO SÉ SI ELLOS SE LA LLEVARON, PERO LES GANARÉ Y LA TRAERÉ DE VUELTA PARA LA NOCHE, TE LO ASEGURO, CECILIA!
Ágata, la gata, quiere ser pirata. Ha encontrado el mapa de un tesoro. Piensa salir a navegar por los siete mares para conseguirlo.
Ya convenció a su marido, Fortunato Malagato.
Llevarán con ellos a sus cuatro gatitos: Robertito, Cholito, Nito y Tito. Construirán un barco y prepararán equipajes, armas y alimentos. ¡Será una aventura increíble!
Los pájaros carpinteros trabajan y trabajan: el barco debe estar listo para la próxima noche de luna llena. Es la fecha elegida por Ágata y Fortunato. Los carpinteros también deben hacer seis patas de palo: dos grandes y cuatro pequeñas, ¡porque no hay piratas sin patas!
Hay una hora de la noche en que están despiertos los poderes del mal.
A esa hora, los martes, los monstruos se reúnen para hablar de sus cosas. Al final, alguno de ellos cuenta una historia de hombres.
El martes pasado le tocó a Lucy Mortaja, una monstrua cursi, loca por las historias de pasión.
Lucy, lánguidamente acodada sobre un gato negro, que no era sino el demonio disfrazado, se puso a contar la historia. La adornó con ademanes, suspiros, gestos de actriz berreta y comentarios inútiles.
Hubo un tiempo en que no existían estaciones. No había florida primavera, ni verano abrasador, ni otoño nostálgico e invierno helador. Los árboles mezclaban sus flores con sus frutos, sus hojas amarillas con sus desnudas ramas y en un mismo día podía llover y helar, hacer un frío que pelaba o el más agotador de los calores.
Por aquella época andaban todos un poco locos con tanto cambio de tiempo. Los caracoles sacaban sus cuernos al sol para sentir en seguida la lluvia sobre sus caparazones espirales. Los osos se iban a dormir cuando hacía frío y antes de que hubieran conciliado el sueño ya estaban muertos de calor en lo más profundo de su cueva. Todos andaban despistados pero como no había normas vivían felices en el caos más absoluto.
Del libro: "Un elefante ocupa mucho espacio".
Tío Gustavo me tiró de las trenzas y luego me hizo girar a su alrededor sosteniéndome de un brazo y de una pierna. Ese es el modo de demostrarme su cariño cuando pasamos varios días sin vernos. Como aquella tarde en que volví de mis vacaciones, por ejemplo.
—¡Nena! ¡Por fin de regreso! —me dijo contento—. Tengo un gran problema con mis dos espejos…Espero que me ayudes a solucionarlo…
Sin darme tiempo para deshacer mi equipaje, me condujo hasta su habitación.
—¿Qué le pasa a tus espejos, Tío?
Cuento 1: LA LLAVE DE JOSEFINA
Hay gente que no tiene paciencia para leer historias.
Acá se cuenta que Josefina iba caminando y encontró una llave. Una llave sin dueño. Josefina la levantó y siguió andando.
Seis pasos más allá encontró un árbol. Con la llave abrió la puerta del árbol y entró. Vio cómo subía la savia hasta las ramas y subió con la savia.
Y llegó a una hoja y a una flor. Se asomó a la orilla de un pétalo, vio venir a una abeja y la vio aterrizar.
Con la llave, Josefina abrió la puerta de la abeja y entró.
La oyó zumbar desde adentro, conoció el sabor del néctar y el peso del polen.
Y voló hasta un panal.
¡Otra vez me mandaron al rincón y me quedo sin ver los dibus de la tarde!
Fue por el pino que compró mi papá. Y porque se vació el tanque de agua mientras dormía la siesta mi hermanita… (Que se durmió mi mamá también, como dos horas). Y justo cortaron la luz. Y nosotros, sin agua. Y yo, al rincón.
La luz ya vino, pero igual me quedo sin ver los dibus de la tarde.
Es alto hasta mis rodillas, el pino. Mi papá lo plantó en el terreno. En el fondo lo plantó.
Yo tengo tres amigos: Matías, Leandro y Mariano. Con Fernando que soy yo, somos cuatro.
Nos divertimos joya en el terreno. Y más cuando duerme la siesta mi mamá. Y más ahora que está el pino que me llega hasta las rodillas. Porque cuando el pino crezca y se venga más alto que el techo, nosotros planeamos hacernos una casa. De esas casas en el árbol nos vamos a hacer. La vamos a armar con maderas. Ya estamos juntando los palos en el fondo.
Una vez, en un lugar llamado Yacuarebí, se reunieron muchos animales. Uno de ellos dijo así:
–A las palabras se las lleva el viento. ¿Qué les parece si nos encontramos todos los días para contarnos cuentos? Así después el viento se los puede llevar para que anden de lugar en lugar.
El mono fue el que habló así. Y enseguida todos le contestaron:
–¡Sí!
–Yo cuento primero –dijo un tucán que se había puesto un sombrero–. Y todos se sentaron a su alrededor, bastante cerca, para escuchar mejor.
Esopo. Fabulista griego. Los historiadores no están de acuerdo en cuanto al lugar de su nacimiento. Algunos lo ubican en Tracia y otros en Frigia. La época en que vivió también varía según los autores, aunque todos coinciden en que vivió alrededor del siglo 600 a. C. Sus fábulas pertenecen a lo que se denominó la época arcaica y fueron tan famosas que se utilizaban como libros de texto en las escuelas de Atenas.
Las fábulas de Esopo tienen su fuente en los relatos populares; los personajes son generalmente animales y tienen una enseñanza moral.
EL EMBUSTERO, Esopo
Un hombre enfermo y de escasos recursos prometió a los dioses sacrificarles cien bueyes si le salvaban de la muerte. Queriendo probar al enfermo, los dioses le ayudaron a recobrar rápidamente la salud, y el hombre se levantó del lecho. Más como no poseía los cien bueyes comprometidos, los modeló con sebo y los llevó a sacrificar a un altar, diciendo:
—¡Aquí tienen, ¡oh dioses!, mi ofrenda.
Los dioses decidieron también burlarse a su vez del embustero, y le enviaron un sueño que le instaba a dirigirse a la orilla del mar, donde inmediatamente encontraría mil monedas de plata.
No pudiendo contener su alegría, el hombre corrió a la playa, pero allí cayó en manos de unos piratas que luego lo vendieron. Y fue así como encontró las mil monedas de plata.
Moraleja: Quien trata de engañar, termina engañado.
Por los caminos del Universo, de estrella en estrella, viaja Uribí, la Madrina de las Palabras.
Lleva siempre con ella una cesta tejida con hilos de oro y plata.
Allí guarda con mucho cuidado, las semillas de las palabras.
Uribí, siempre está muy atareada.
Viaja en una estrella fugaz por el espacio celeste, para entregar su semilla a los niños y niñas que se preparan para viajar a la tierra y nacer.
Voy a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda.
Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había hecho polvo.
Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento…
Hace mucho tiempo, en los días en que los animales y las personas podían hablar entre sí y entenderse, un cazador salió a cazar con su arco y sus flechas.
A poco de andar, oyó un extraño ruido y se detuvo a escuchar. El sonido provenía de un agujero en el suelo. ¿Qué era lo que hacía ese ruido? Era una rata, una ratita que se había caído en un hoyo y no podía salir.
—¡Ayúdame! —le suplicó al cazador-. Por favor, bondadoso señor. ¡Ayúdame a salir de aquí!
El cazador inclinó su arco hasta el pozo. La rata subió por el arco y así pudo salir del agujero.
Yo me llamo Mirandolina y uso un vestido plateado.
Cuando era muy chiquita, me gustaba jugar a las escondidas con mis hermanos. Yo me iba corriendo, y me metía detrás de los corales rojos, o debajo de un ancla herrumbrada que había cerquita de la plaza de mi pueblo.
¡Qué azul era todo lo que me rodeaba! Azul y cristalino.
Después crecí, y mi mamá me dijo que ya era una señorita grande, que podía andar sola por el mundo.
¡El mundo!, pensaba. Y se me iluminaban los ojos.
Empecé a andar de aquí para allá, para conocerlo.
Había seres más chicos que yo, y seres más grandes que me parecían gigantes inmensos.
Algunos andaban ligero, y otros apenas se movían.
Pero yo tenía una gran curiosidad: había descubierto que algunos de mis hermanos cuchicheaban entre sí, y se contaban historias de cuando, una vez, habían podido conocer otro mundo distinto, que no era ni azul ni cristalino.
¡Qué tristeza!
En su cuevita redonda, el bicho se aburría. ¿Qué bicho era? Un bicho que todavía era Ningún Bicho y no encontraba a qué jugar para entretenerse. Para colmo su cuevita no tenía ventanas, ni puertas, ni chimenea ni nada. Era como un globo visto por dentro, y como Ningún Bicho jamás salía, ignoraba su nombre o dónde se hallaba.
Pero eso sí, calentito. Ningún Bicho estaba calentito.
El bicho Ningún Bicho se rompía el coco pensando qué hacer para no aburrirse.
¡Ya está!
¿Cómo no lo había pensado antes? pero sí.
Una ratita, hocico gris y patitas que andan más que el viento, quiso visitar a su amiga Ratita Azul, hocico blanco y patitas lerdas.
Preparó una canasta para llevar como regalo un huevito que sacó a una gorriona, sin que ésta se diera cuenta.
Entre pajas finas, las ratitas hablaron de muchas cosas y de tanto en tanto reían mostrando sus dientecitos de arroz.
Muy serias estaban cuando hablaron de gatos y lechuzas.
Asustadas, cuando comentaron acerca de la furia de la lluvia que inundó tantas cuevas.
Reían contándose una a la otra, cómo fue que robaron un trocito de pan o burlaron al perro, escondiéndose entre la leña.
Hace mucho, mucho tiempo, el duende Brincatablón, que era tan pícaro y ladrón, les robó la memoria a todas las abuelas y corrió a esconderse en la cueva del bosque donde vivía.
Una vez allí, tomó la almohada de su cama y le sacó el relleno de lana. Volvió a llenarla con su precioso botín y la cosió.
Desde entonces, cuando se iba a dormir, escuchaba una historia diferente cada noche, proveniente de las memorias de las miles de abuelas.
Así, el pícaro duende pensaba tener cuentos para oír durante toda su vida.
No se atrevía a contárselo a nadie. Ni siquiera a Tina, que la quería tanto. Tampoco a Bimbo, el gato de al lado. ¿Cómo decirles que estaba aprendiendo a volar? Además, ¿qué diría Tina si se enterara? Seguramente exclamaría asombrada: "¡Mi gata Niebla puede volar!", y entonces... ¡ZACATE!, su mamá llamaría al veterinario y...
¿Y Bimbo? ¿Le creería acaso? No; era tan tonto... Lo único que le importaba era comer y remolonear... Nunca creería que ella era una gata voladora. Imposible. No podía contárselo a nadie.
Así fue como Niebla guardo su secreto.
Una noche de verano voló por primera vez. Un rato antes había escuchado gritar a las estrellas. ¿Las había escuchado realmente?
Aburrido de recorrer la ciudad con su valija a cuestas para vender —por lo menos— doce manteles diarios, harto de gastar suelas, cansado de usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las manos. Desde ese momento, todos los feriados del mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa, practicando posturas frente al espejo. Al principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo de reiteradas pruebas el buen muchacho logró marchar del revés con asombrosa habilidad. Una vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de sus pies descalzos. Pronto pudo hacerlo y su destreza lo alentó.
El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.
El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.
Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado.
“La niña que iluminó la Noche” / “Switch on the Night” (Encender la Noche), es el libro para niños de Ray Bradbury.
Contado con un lenguaje poético en más de un sentido, es una historia que rescata, para los niños, la riqueza de la noche y sus habitantes. Aporta elementos útiles para tratar los miedos nocturnos comunes en la infancia.
Había una vez un muchachito a quien no le gustaba la Noche.
Le gustaban
linternas y lámparas
y antorchas y alumbrados
y faros y faroles
y velas y velones
y relumbrones y relámpagos.
Pero no le gustaba la noche.
Era una vez la Tierra.
Era una vez Marte.
Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias.
Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos!
Sin embargo, trataron de conseguirlo. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar.
Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito.
Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado.
Así la llamaban en el barrio: "Juanita del montón". No porque hubiera un montón de Juanitas, sino por su colección de montones.
Ninguna cosa le gustaba de a una. Ni de a dos ni de a tres.
De "a muchas" para arriba. Por lo menos, de "a montón".
Ya de chica, a los siete años, se enfurecía porque eran sólo siete y quería tener más.
Entonces sumaba los años de todos sus amigos (los cinco de Manuela, más los siete de Ramón, más los ocho de Susana, más los cuatro de Javier). Y los convertía en un montón.