Cuento 1: LA LLAVE DE JOSEFINA
Hay gente que no tiene paciencia para leer historias.
Acá se cuenta que Josefina iba caminando y encontró una llave. Una llave sin dueño. Josefina la levantó y siguió andando.
Seis pasos más allá encontró un árbol. Con la llave abrió la puerta del árbol y entró. Vio cómo subía la savia hasta las ramas y subió con la savia.
Y llegó a una hoja y a una flor. Se asomó a la orilla de un pétalo, vio venir a una abeja y la vio aterrizar.
Con la llave, Josefina abrió la puerta de la abeja y entró.
La oyó zumbar desde adentro, conoció el sabor del néctar y el peso del polen.
Y voló hasta un panal.
Con la llave abrió la puerta del panal, abrió la puerta de una gota de miel y entró y goteó sobre la zapatilla de un hombre que juntaba la miel.
Hay gente que en esta parte ya se aburrió y prende la tele. Pero la historia dice que, con la llave, Josefina abrió la puerta del hombre y entró. Y sintió lo fuerte que quema el sol y cómo se cansa la cintura y que el agua es fresca. Y, con la mano del hombre, acarició a un perro común y silvestre.
Con la llave, Josefina abrió la puerta del perro y entró. Y les ladró a las gallinas, al gato y al cartero. Y después abrió la puerta del cartero, del gato, de las gallinas, de las limas para uñas, de las tortas de crema, de los banquitos petisos y de los grillos.
Hay gente que, a esta altura, ya se fue a tomar la leche. Pero la historia dice que, cuando estuvo segura de que esa llave abría todas las puertas, Josefina abrió la puerta de Josefina y entró.
Se sentó en el banquito petiso y, con la lima para uñas, se puso a hacer otra llave distinta a la primera, pero igual.
Después se quedó sentada en el banquito, pensando. Josefina quiere elegir a quién darle la segunda llave. Porque no es cuestión de entregársela a cualquiera.
Pero si vos todavía estás ahí, si no prendiste la tele y no te fuiste a tomar la leche... acá la tenés, tomala. Porque dice Josefina que la llave es tuya.
FIN
Cuento del libro “Sacá la lengua”
(Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1999; colección Cuenta conmigo).
Recomendado a partir de los 7 años.
Visto y leído en: Revista Imaginaria
http://www.imaginaria.com.ar/12/4/cuentos.htm
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Ilustración: Juan Noailles
http://juannoailles.blogspot.com.ar/
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(Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 1999; colección Cuenta conmigo).
Recomendado a partir de los 7 años.
Visto y leído en: Revista Imaginaria
http://www.imaginaria.com.ar/12/4/cuentos.htm
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Ilustración: Juan Noailles
http://juannoailles.blogspot.com.ar/
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Cuento 2: UN DESTELLO EN LA PENUMBRA
¡Uf! Me la paso leyendo historias de miedo que te ponen los pelos de punta. Antes ni las entendía porque vienen con palabras más raras... ¡Uf! Para decir "casa", nunca dicen "casa"... dicen "lúgubre mansión". Para decir "una viejita", dicen "una anciana decrépita". Para decir "lombriz", dicen "gusano viscoso”. Todo así. Hay rostros que se transfiguran, hay manos esqueléticas, uñas curvas y por todos lados aparecen luces fantasmales, cuchillos que destellan y siluetas siniestras que se deslizan.
¡Yo qué sé! De tanto leer historias de miedo, al final me fui poniendo práctica con las palabras y justo a mí me tiene que pasar lo de la tía.
Es una tía de mi mamá que se vino a mi casa porque andaba un poco enferma. Yo ni la conocía, pero le tuve que dar el beso y ¡ffffs! la cara era huesuda. Para colmo habla poco y tiene uno ojos ¡de verdes! Como eléctricos.
Yo la empecé a vigilar.
Vi que a la noche sacaba un frasco y se tomaba 30 gotas después de comer. Desconfié más.
A la mañana se levantaba amarilla y descompuesta y no se entendía por qué, con lo poco que comía.
Había que tratarla como si se fuera a romper. Se reía para un costado, justo del lado donde tenía el diente negro.
Aplastaba el zapallo hervido, le daba algún mordisco al pollo, apenas probaba la compota.
—¡Ay, ese hígado! —decía mi mamá y la tía arqueaba las cejas, estudiándonos con sus ojos eléctricos. Después se iba a su cuarto sin mirar para atrás.
—¡No tomó las gotas! —decía yo, pero ella no se daba vuelta.
—Cada vez más sorda, pobre... —decía mi mamá—. Lleváselas al dormitorio.
¿Yo? Ni loca entraba ahí. La alcanzaba en el pasillo.
—¡Ah! ...mis gotitas —decía ella y el rostro se le transfiguraba. Era una mueca horrenda que me hacía transpirar. El diente negro me daba espanto.
Y no me podía dormir.
Una noche oí deslizarse pasos hacia la cocina. Eran sus pasos, inconfundibles. Un ruido apagado de puerta que se abre. Pero ¿cuál?... Distinguí una claridad tenue. Me senté en la cama. ¿De dónde venía esa luz? Oí el roce de un cajón al abrirse. Otros ruidos que no reconocía. Yo apretaba la sábana con las manos frías. Después, los pasos que volvieron. Y silencio.
A la mañana siguiente, la tía más descompuesta, más pálida, más amarilla.
—¡Si no come nada! —decía mi mamá.
—¡Ajá! —decía mi papá.
—¡Ajmm! —decía el doctor.
La tía cenaba un caldito, tomaba las gotas y vuelta a la cama. Cada vez más flaca. La cara hundida. Las ojeras.
Nos íbamos a acostar y, al rato, las pisadas, la luz, los ruidos, el silencio.
Durante varias noches pasó lo mismo y, a la mañana, la tía más enferma.
Tuve que juntar mucho coraje para espiar, pero lo hice. Sí que lo hice. Esperé a oírla deslizarse por el pasillo de la lúgubre mansión y me levanté.
Me temblaban las rodillas.
Sus pasos llegaron a la cocina. Yo me pegué a la puerta entreabierta y vi cómo su mano de espectro abrió la heladera. El sitio se iluminó apenas. Claridad fantasmal. Vi los respaldos de las sillas, la panera sobre la mesa y la silueta de la anciana decrépita que sacó de la heladera un envoltorio de bordes rectos. Mi estómago era un revoltijo de gusanos viscosos.
Transparente como una aparición, ella deslizó su mano huesuda por la mesada y abrió el primer cajón. La mano entró y salió. Empuñaba un cuchillo que destelló en la penumbra. Me tapé la boca con las dos manos. Mi sangre se helaba. La silueta siniestra giró, cuchillo en mano, hacia la mesa. Con sus dedos esqueléticos de uñas curvas desenvolvió lentamente el paquete, levantó el cuchillo en dirección a la panera... y se puso a comer pan con manteca hasta las tres de la mañana.
—¡Así no hay hígado que aguante! —dijo mi mamá cuando le conté.
FIN
Del libro Cuentos con tías/Vivir para contarlo. Ediciones del Cronopio Azul, 1997; colección Frente y Dorso. (Cuentos con tías y Vivir para contarlo forman el anverso y el reverso de un mismo libro)
Visto y leído en: Revista Imaginaria
http://www.imaginaria.com.ar/12/4/cuentos.htm
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http://www.imaginaria.com.ar/12/4/cuentos.htm
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Ilustración:© Mae Tébar
http://www.maetebar.com/
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IRIS RIVERA
Señora seria (a veces) nacida en Buenos Aires en el siglo y en el milenio pasado. Esposa de Jorge, madre de Martín y Andrés, y abuela de Joaquín, Tomás y Emma (por ahora). Entre las cosas que aprendió se cuentan las habilidades de andar en bicicleta (lo demuestra), de nadar (por eso no se ha ahogado) y de soplar flores de cardo para que vuelen los panaderos (no le fue fácil al principio, pero ya va mejor). Sigue aprendiendo a leer y escribir (no es tan difícil como soplar panaderos, pero igual le cuesta). Es autora de La casa del árbol, El señor Medina, La nena de las estampitas, Aire de familia, El mono de la tinta, En la caja de herramientas, Haiku, Baldanders, Bicho hambriento, En la punta de la lengua, Manos brujas y… y… y da la impresión de que todavía no está conforme. En fin.
Fuente: Ediciones Quipu
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