NO TODAS LAS PRINCESAS SON LINDAS, COMO ALGUNOS PIENSAN. NO, SEÑOR.
LA PRINCESA FLORIPÉNDULA, SIN IR MÁS LEJOS, TENÍA UNOS OJITOS, Y UNAS OREJAS, Y UNA BOCUCHA… ¡QUE BUENO, BUENO…! TODOS LOS DÍAS FLORIPÉNDULA LE PREGUNTABA A SU ESPEJO MÁGICO:
—¿HAY ALGUNA DAMA EN EL REINO MÁS BELLA QUE YO?
Y EL ESPEJO LE CONTESTABA:
—SÍ. DOS MILLONES TRESCIENTAS MIL.
El trompo giraba y giraba abriendo un huequito en la tierra.
Primero había bailado en un enorme círculo que se fue cerrando cada vez más, hasta quedarse quieto, casi inmóvil, casi hasta hacer dudar si no estaba clavado en el suelo.
—¡Se durmió! —dijo el Negro en voz baja, un poco como para no despertarlo—. ¡Mirá cómo se durmió!
—¡Sin cabecear siquiera! —dijo Atilio—. No hay un trompo como éste.
—¿Es cierto Atilio? ¿Es cierto lo que dice el Negro? —preguntó el Rubio, que acababa de llegar.
—Si lo dice el Negro no debe ser cierto.
—Dijo que su trompo es de palo santo.
—Y bueno, alguna vez tenía que decir la verdad.
—Bah, no puede ser. ¿Quién vio un trompo de palo santo?
Don sapo vuelve de Buenos Aires y los otros animales del monte le piden que cuente lo que ha visto. Y así él va desgranando para los oídos curiosos del piojo, el yacaré, los monos, el coatí y demás las cosas raras que hay en la ciudad, sus costumbres raras, su idioma raro y los cuentos raros que allá cuentan a los chicos…
Cuento 1:
UNA PIEDRA MUY GRANDE
Esa tarde la lluvia caía y caía y un olor a tierra mojada llenaba el monte.
—¡Eh, don sapo! —gritó el piojo desde debajo de la panza del ñandú—. ¡Aquí no nos moja la lluvia! ¡Qué oportunidad para que nos cuente un cuento!
—¡Un cuento de Buenos Aires, don sapo! ¡Cuéntenos más de Buenos Aires! —pidió la garza blanca.
—¡Eso, don sapo! —dijo el quirquincho—. ¿Qué les gusta a los que viven allá? ¿Tienen buena tierra? ¿Les gusta el olor de la tierra mojada?
—Son raros, no tienen tierra a mano, los pobres.
—¿Cómo?
Cuento 1: PÍMPATE
Un día Miguel tuvo que hacer algo muy importante. El dueño de la papelería le pidió, nada más ni nada menos, que llevara un rollo de papel a la casa de su cliente el dibujante.
–Mucha atención, a no estropearlo, tené cuidado –réquete recomendó el señor papelero.
Miguel contestó sisisisí y se fue con el rollo.
El día era tan lindo que las calles del barrio parecían caminitos de plaza.
Miguel caminó al compás de pim pam, pim pam, dando suaves golpecitos con el rollo en el suelo. Hasta que, pímpate, el rollo se convirtió en un bastón bailarín.
Pímpate pam, pímpate pam, Miguel y su bastón llegaron a la esquina.
En la avenida había un lío de coches que protestaban con bocinas de trueno y clarinete. Entonces pímpate, el bastón se transformó en una batuta de director de orquesta y Miguel dirigió el gran concierto de bocinazos.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–Me parece bien –mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo estás diciendo muy convencida...
–Yo no tengo que estar convencida.
–¿Y eso qué significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
Cuento 1: LOS DONES
Un día nació una brujita y, como ocurre en esos casos, acudieron a verla sus hadas madrinas para hacerle entrega de sus dones.
—¿Qué gracia le concedemos a esta brujita recién nacida? —preguntó una de ellas.
—El don de hacerse invisible —sugirió un hada de rostro alunado.
—Creo que sería más útil para ella si fuera dotada de la habilidad para preparar filtros de amor —sugirió otra de talle de avispa.
—Yo soy de la opinión de que lo que más le conviene es la gracia de adivinar el pensamiento —dijo un hada que lucía en sus dedos anillos de hielo.
—Insisto en que lo más aconsejable es que adquiera la gracia de hacerse invisible —afirmó el hada de la faz de luna.
Mamá bruja se acercó a las hadas y tímidamente dijo:
—Yo deseo que a mi hija le concedan la gracia de volar.
El Bicho Raro apareció un día como otros días en la Plaza de la Vuelta de la Ciudad Importante, justo a la hora en que Anastasio, como siempre, rastrillaba el arenero.
El Bicho Raro miraba con sus ojos rosados desde abajo de una hamaca.
Era verdaderamente raro, raro sin chiste. Tenía una gran cabezota llena de rulos y bigotes muy lacios. Tenía un cuerpo gordo de vaca y cuatro pies diminutos, cada uno con sus cinco dedos. Tenía ojos rosados. Tenía orejas imposibles. Tenía cola ridícula, dientes absurdos, hocico inverosímil.
El Bicho Raro era de esos que no pueden ser pero que son, nomás, porque están ahí parados.
Anastasio se lo quedó mirando con el rastrillo en la mano. Y el Bicho Raro también lo miró a Anastasio con ojos muy sonrosados.
Al poco rato empezó a correrse la noticia, por supuesto. Un Bicho Raro no puede pasar desapercibido en una Ciudad Importante.
Guillermo (Willy para los amigos) era un niño de nueve años que un buen día tuvo que irse a vivir a un país muy muy lejano. Tanto, que sus padres y él perdieron la cuenta de los kilómetros que tuvieron que hacer en avión para llegar hasta allí. Cuando Willy pisó el aeropuerto de Esrilandia (así se llamaba este país tan lejano), tuvo el presentimiento de que algo grande le iba a pasar allí. Y cuando se tiene un presentimiento, lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar por él.
Willy era un niño afortunado. Tenía unos padres que le querían mucho (esto suele ocurrir), comida suficiente todos los días y… por si fuera poco, era bueno jugando al fútbol. Hábil con el balón, rápido como una culebrilla y donde ponía el ojo, ponía el balón. Esto quiere decir, en el idioma del fútbol, que metía muchos goles.
Cuando se instalaron en la casa nueva, lo primero que hizo Willy fue sacar sus cuatro pares de zapatillas de deporte, abrir el armario y colocarlas por colores en una fila. El fútbol era para él lo más importante. En su colegio disfrutaba jugando con sus amigos y de mayor quería ser futbolista.
Cecilia era una abeja común. Vivía en un panal que estaba cerca de una granja y su trabajo –como el de sus compañeras– consistía en hacer miel. Pero Cecilia tenía un problema. Era distraída. Cada vez que salía al campo en busca de flores se entretenía con las rayas de una cebra, o se hacía amiga de una mariposa y se iba a jugar por allí.
Apenas se dejaba tiempo para tomar el polen y el néctar de las flores y por eso, cuando volvía al panal, se metía en su celdilla y se quedaba frita.
Un día, la temible abeja reina, la que mandaba en el panal donde Cecilia vivía, reunió a todas sus súbditas y les gritó:
–El panal no es un hotel. Aquí se fabrica miel. Y al que no le gusta, se va.
Cuento 1: EL PLANETA AZUL
Muy lejos de aquí está situado un mundo donde todas las criaturas solían ser azules. Azules eran no sólo el cielo y las aguas, sino las plantas, las mariposas, las aves, los elefantes, las jirafas, los gatos, los perros y los Índigos, que era como se llamaban las personas que lo poblaban.
Conocían los demás colores, y a veces los usaban en sus casas, en las portadas de sus libros, en sus adornos o en sus pinturas, pero no concebían un ser vivo que no fuera azul, porque era lo que habían visto desde el principio de los tiempos.
Pero sucedió que un día nació un niño de color rosa. Por lo demás era parecido a cualquier otro Índigo, incluso en la sonrisa, pero esto no lo notaron sus compañeros de escuela, ni sus maestros, ni sus vecinos o amigos del barrio, que siempre lo trataban como si fuera un ser inferior o diferente, por esa tontería del color.
En el barrio ha aparecido una perrita. Nadie sabe de dónde salió. Está lastimada, sucia y hambrienta… ¡Tiene unos ojos tan dulces!
Tito, el mecánico, ha llamado al veterinario. ¡Éste ha curado a la perrita y además, le ha puesto un montón de inyecciones. Tito le dice con suavidad:
—Tranquila, el doctor te hará bien.
Mientras tanto, le arma una cama de trapos viejos y acuesta en ella para que se sienta mejor.
Esta mañana, la perrita se ve más fuerte. Tito la lleva al lavadero de coches. Entre todos le dan un baño espumoso y tibio.
¡La perrita queda preciosa!
—¡Una MAMIPOSA! —gritó Agustín y nadie en la casa entendió.
Al rato, pasó por allí el tío José. Venía muy apurado. Les dio un beso a los chicos. Se fue murmurando algo extraño: PAPIROSA, PAPIROSA…
A Lucía eso le llamó la atención. ¿Qué nombrarían? Fue a la biblioteca. Sacó del estante un libro azul, grande, gordo…Su mamá le había dicho que se llamaba diccionario. En él podría encontrar a todas las palabras.
Buscó la M. Recorrió las páginas con esa letra… ¡MAMIPOSA no estaba!
Luego siguió con la P. Ocurrió lo mismo. PAPIROSA tampoco aparecía… ¿Cómo sabría, entonces, qué habían querido decir su hermanito y el tío José?
Tomó el celular y llamó a su abuela. Ella le comentó que tampoco conocía esas palabras. Consultarían a una amiga suya, bruja muy lectora que vivía cerca de su casa, allá por las plazoletas con palmeras.
La bruja jamás había escuchado eso de MAMIPOSA o PAPIROSA, pero conocía a Córcholis, la lechuza sabia de la laguna.
Había una vez una casa somnolienta que siempre tenía sueño. Todas las mañanas, el sol, que es muy madrugador la despertaba haciéndole cosquillas en las ventanas. La casa bostezaba y decía:
—Un ratito más y ya me levanto.
Y remoloneando, remoloneando... ¡zas! Se quedaba dormida y con ella los que vivían allí: la mamá, el papá, los niños y el gato.
Cuando finalmente la casa abría los ojos, digo, las ventanas...
—¡Qué barbaridad! —decía—. Me quedé dormida otra vez. ¡Vamos, vamos, a levantarse!
Y todos salían de la cama corriendo para no llegar tarde. Pero ¡qué desastre!, ¡qué apuro!, el papá se ponía un zapato de cada color, la mamá se olvidaba de sacarse la cofia de baño y los chicos no podían terminar de tomar la leche.
Cuento 1: BRUJILERÍAS
Era una bruja piruja, maruja, de cabello rojo enrulado que los días de humedad se volvían traviesos y le caían en rulos sobre su frente, sus ojos eran negros y saltones, su nariz grande, aunque no tenía ni un lunar o verruga y su piel blanca como la leche a pesar que siempre vestía de negro.
Todas las noches preparaba en su caldero pociones con patas de ciempiés, ojos de caracol y cola de babosa.
La gente del pueblo venía a pedirle que les cure un cayo del dedo gordo del pie o una verruga de la panza o una uña encarnada y ella siempre dispuesta les regalaba sus pociones.
A veces todo salía bien, pero otras ¡se metía en cada lío!
A mí antes no me gustaban ni el campo ni las chicas, porque huelen raro. Pero ahora ya no me importa.
Y todo porque Juani, que es nuestra profe de extraescolares, dijo que teníamos que pasar un día al aire libre, como si el aire de aquí estuviera en una cárcel o algo parecido, y a mí me entró el tembleque. El campo huele a caca de vaca y me dan ganas de vomitar solo con pensarlo. La última vez que vomité en una excursión todos se rieron de mí y me costó meses que dejaran de llamarme el potas. Como Juani lo sabe, me guarda sitio en los primeros asientos del autobús, con los más pardillos, para darme la bolsita de papel en cuanto me empiezo a poner blanco.
Así que subí al autobús y me tuve que sentar con Juanma, que también vomita siempre porque su madre le hace unos desayunos que no me extraña nada. Yo me fui tapando la nariz todo el rato y mirando por el rabillo del ojo a los que iban sentados detrás, que no hacían más que reírse.
El viaje se me hizo muy largo, larguísimo, y encima no tenía la consola, que es con lo que yo me entretengo en los coches, porque Juani dijo que era «día sin maquinitas». Debe de pensar que son el enemigo y, cada vez que salimos todo el grupo, nos las prohíbe. Los del fondo iban cantando canciones de esas de autobús, pero se les acabaron y tuvieron que repetir, de tan lejos como fuimos. Al llegar, yo me bajé con la bolsita de papel y busqué corriendo dónde tirarla sin que me vieran, pero no fue fácil, porque en el campo no hay papeleras. Aunque este no era un campo-campo, que había edificios a lo lejos. Por eso tuvimos que andar un montón hasta llegar a una explanada rodeada de árboles donde no había casas, ni papeleras, ni ruido de coches.
No había nada más que árboles, piedras y ese olor raro como de tienda de jabones que se te mete por la nariz y ya no se va en todo el día.
De los sesenta y cinco escaparates que había en el centro comercial, aquel al que Azul tenía la nariz pegada era su favorito.
Tres maniquíes blanquísimas y calvas parecían mirarla con descaro. No era la primera vez que se quedaba así delante de ellas. Azul hacía lo mismo todos los sábados del año. Hiciera frío o calor. Tronara o se cubriera el barrio de nieve. Porque ir al centro comercial era la afición preferida de toda la familia (ella, su madre y su padre). Deseaban que llegara el sábado para recorrer todas esas tiendas maravillosas que estaban colocadas en fila india a lo largo del majestuoso pasillo del centro comercial. Por orden, entraban y salían de cada tienda, se probaban la ropa, los zapatos, todo, en busca de la mejor oferta.
Aunque cada uno tenía su tienda favorita. La madre se paraba más rato en la papelería: le chiflaban las libretas de todos los tamaños, los diarios, los rotuladores de colores. Al padre sin embargo le gustaba la del menaje del hogar: qué peladores de patatas, qué sartenes variadas, qué cacerolas para guisar ricos platos… Hacían un recorrido que duraba exactamente dos horas y tres cuartos, y después pasaban a reponer fuerzas a la hamburguesería Rocky II. Allí discutían si una hamburguesa de un piso o de dos, con queso o sin lechuga, y siempre se decidían por la de dos pisos sin lechuga y con queso. Finalmente se iban para casa, satisfechos de no haberse dejado ni una sola tienda sin revisar.
Pero aquel día la rutina se rompió. La culpa la tuvo Cleopatra, el maniquí de la derecha, que iba disfrazada de mujer esquimal: bufanda, jersey de lana, abrigo de piel y un gorro rojo que no disimulaba su calva. Además, unos pantalones dejaban ver lo flaquísima que estaba. A Azul le gustaba Cleopatra, como le llamaba ella, porque se parecía a esa reina egipcia que se enamoró de un romano hacía muchos años. No sabía por qué, pero siempre se la quedaba mirando detrás del cristal, como si de un momento a otro le fuera a decir algo. En realidad, eso fue lo que ocurrió aquella tarde. Mientras sus padres se perdían entre la gente, Azul vio de pronto cómo Cleopatra le hacía señas con un dedo como diciéndole ven, ven, entra. Menudo susto se pegó la pobre Azul, que empezó a temblar como un muelle y se tuvo que dar un par de golpecitos en la cabeza para ver si estaba soñando.
Una mañana, perdí la voz.
Como pasaba el tiempo y no aparecía, mis padres decidieron llevarme a un especialista en objetos perdidos.
El hombre nos recibió en su despacho, una habitación atiborrada de cosas. Tantas, que tuvimos que abrirnos paso apartando a manotazos timbres de bicicleta, muñecas de goma, libros de bolsillo, paraguas, sombreros, y todo lo que se pueda imaginar.
—Perdonen el desorden —se disculpó el señor Encuentro—, estamos en la jungla de los objetos perdidos. Aquí las cosas no hacen más que crecer, sin que yo pueda hacer nada por evitarlo.
Escuchen, escuchen los sonidos de la jungla…
Papá, mamá y yo prestamos atención. Era cierto: en aquel cuarto no dejaban de escucharse los crujidos de las cosas.
El hombre apartó un libro de su silla y tres paraguas de la mesa, antes de sentarse.
—Acércate, jovencito —me pidió—. Sin miedo, las cosas no te harán nada si no las molestas.
Las cosas no me daban miedo, pero no quería pisarlas y el suelo estaba lleno de trastos. Cuando conseguí llegar hasta el señor Encuentro, me dijo que abriera la boca y me afinó las cuerdas vocales. Después de interpretar todas las notas, del do al sí, dijo:
—Hum, no sé… Las cuerdas ya están afinadas y, sin embargo, la voz sigue sin aparecer.
Entonces me hizo un montón de preguntas y yo tuve que anotar las respuestas en una pizarra.
En Tierra del Fuego, en la tribu sélknam había un joven indio llamado Kamshout al que le gustaba hablar.
Le gustaba tanto, que cuando no tenía nada que decir –y eso era muy notable porque siempre encontraba tema– repetía las últimas palabras que escuchaba de boca de otro.
–Me duele la panza –le contaba un amigo.
–Claro, la panza –repetía Kamshout.
–Miremos este maravilloso cielo estrellado en silencio –le sugería una amiga.
–Sí, es cierto. Mirémoslo en silencio. ¡Es verdad! ¡Está hermoso!
Y es mucho más lindo así, cuando uno lo mira con la boca cerrada, ¿no es cierto? –respondía Kamshout.
–¡No quiero escuchar una palabra más! –gritaba, de vez en cuando, el malhumorado cacique–. ¡En esta tribu hay indios que hablan demasiado!
Ahí estaban el yuchán y el jacarandá, el quebracho colorado y el chañar, las palmeras y el mistol, y el lapacho, esa fiesta de flores rosadas.
Todos los árboles eran grandes y hermosos, pero el algarrobo parecía una guitarra llena de colores y música porque ahí cantaban los pájaros.
La sombra del algarrobo, tan grande, alcanzaba para todos los bichos, y las vainas amarillas colgando de las ramas y desparramadas por el suelo eran hilos de sol y dulzura.
Y ahí estaba el río de aguas marrones, el río del color de la tierra, ese río al que no se podía mirar sin pensar que hay cosas que nunca comienzan y nunca se acaban.
Y al lado del río, a la sombra del algarrobo, estaban el mono y el coatí, el quirquincho y el oso hormiguero, el pequeño tapir y la corzuela y la iguana, y mil animales más. También estaba el ñandú. Y el piojo que vivía en la cabeza del ñandú.
Entonces el grito los sorprendió a todos.
Desde la pluma más alta de la cabeza del ñandú el piojo estaba largando un sapucay que tenía revoloteando a los pájaros y hacía caer algarrobas a puñados.
Siete minutos duró el grito, y fue el sapucai más largo que se hubiera escuchado por esos pagos.
Ella sabe lo que vale su palabra.
Sabe que la respetan y la admiran. Sabe que viven pendientes de ella.
Están, también, quienes la cuestionan. El viejo elefante suele decir, enojado:
–¡No le creo una sola palabra! ¡Miente, miente, miente!
Y agrega:
–Pero me gusta escucharla...
Así que digamos de una vez de qué se trata: la jirafa, por virtud de su largo cuello, dice poder ver qué hay y qué ocurre más allá del horizonte.
¿Más allá de la raya donde termina la sabana africana? Sí.
La cuestión es que pasa las tardes mirando hacia allí y a veces hace exclamaciones y se sorprende y...
¿Entienden? Eso excita a los curiosos, llámense elefantes, leones, hipopótamos, avestruces, hienas. Y todos, todos, al caer la tarde la rodean y comienzan a preguntarle:
CUENTO 1: HIPOS Y COCOS
HACE MUCHO TIEMPO LOS HIPOPÓTAMOS Y LOS COCODRILOS NO ERAN COMO AHORA.
PASÓ ESTO:
LOS HIPOS Y LOS COCOS SIEMPRE FUERON VECINOS. LOS DOS VIVEN EN RÍOS DE AGUAS CÁLIDAS Y LES GUSTA CHAPOTEAR EN EL BARRO DE LA ORILLA.
UN DÍA EL HIPO INVITÓ AL COCO A TOMAR EL TÉ. LE PREPARÓ UN SÁNDWICH DE JAMÓN Y QUESO.
Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos.
–Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez por todas a la basura. Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía la casa limpia, reluciente y olorosa a pino. Debía de ser por eso que la mamá de Julieta no podía ni oír hablar de perros.
–Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era un perro. Un perro que le lamiera la mano y la esperara cuando ella volvía de la escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le habían traído lo que ella les pedía.
Éste es un chico que caminaba sobrecogido por un mundo hostil.
Dentro de su cabeza, llevaba puesto un grito: «¡Sáquenme de aquí!».
En casa, sus padres se empeñan en que sea distinto de cómo es, quieren obligarlo a ser como ellos han dispuesto. Pero él piensa que, mientras sea como ellos dictan, nunca sabrá cómo es realmente, de manera que, para encontrar su propio camino, debe apartarse del camino que le marcan. Sin embargo, cuando lo hace, se encuentra perdido y asustado, convencido de que ya nunca podrá salir de ese atolladero, sin padres a quienes pedir ayuda. Grita «¡Sáquenme de aquí!» y nadie le oye.
Quizá en algún momento buscó ayuda y consuelo en sus amigos.
Pero sus amigos parecen tener aficiones e intereses distintos a los suyos. Siempre quieren hacer lo que a él no le apetece, hablan de cosas que él no entiende, o se ríen de chistes a los que él no ve maldita la gracia.
En el mundo hay magos y magos.
Magos que se vuelven famosos por lo que son capaces de hacer aparecer: palomas, conejos, billetes, pañuelos, cubos, corbatas, nudos o anillos… y magos cuya fama se debe a los que son capaces de hacer desaparecer: palomas, conejos, billetes, pañuelos, cubos, corbatas, nudos o anillos…
Bien cierto es, por otra parte, que más de un mago alcanzó la fama por lo que fue capaz de achicar: palomas, conejos, billetes, pañuelos, cubos, corbatas, nudos o anillos… Tan cierto como que innumerables ilusionistas del mundo lograron su reconocimiento por aquello que fueron capaces de agrandar: palomas, bill… etcétera.
El niño quiso dibujar un animal. Pensó en el ciervo, que es un caballito con la cabeza llena de palos; pensó en el zorro. Y al final se le ocurrió que lo mejor sería dibujar un perro que es un animal fácil de dibujar porque siempre está al lado de uno.
Tenía una carbonilla muy negra y un papel muy amarillo. Empezó por las patas que es lo que sostiene; hizo tres ya que a la cuarta no sabía qué posición darle. Le salieron bien, seguramente porque esa carbonilla ya había dibujado perros.
Continuó con el trazado del cuerpo y cuando le tocó diseñar la cabeza, pensó en un hocico puntiagudo pero tuvo miedo de que le saliera un pico de pájaro; tampoco debía ser completamente chato porque entonces el perro parecería una foca.
Y pensó también en las orejas: mejor grandes para que oyeran las voces de todos los dibujos que hay en el mundo. Y también era preferible que estuviesen levantadas y no caídas para que no terminaran cayéndose al suelo y que él se tuviera que pasar el día levantando orejas.
¿Y los ojos? ¿Los haría redondos como bolitas? No, porque todo lo que es redondo un buen día empieza a girar, y ya se sabe que un perro no debe tener ojos giratorios. Se los haría un poco alargados, con una mirada que se desparramara por todo el papel y también por toda la casa.