Cuento 1: EL ASTRONAUTA DEL BARRIO
Apenas sonó el despertador, el señor Poquito Pérez saltó de la cama como un resorte. Se quedó un rato parado en el medio del cuarto, y cuando creyó estar despierto, subió la persiana.
"Va a ser un día de sol", se dijo. Porque a través de la ventana vio que el cielo estaba celeste.
Pensando en el sol, el señor Poquito Pérez se pegó una ducha fresca y se vistió con ropa liviana: un pantaloncito corto, una remera de hilo y una gorra con visera. También preparó los anteojos negros, pero no se los puso hasta la hora de salir.
Antes de afeitarse prendió la radio y escuchó un informativo. Entre noticia y noticia, el locutor le recordó a la gente que esa mañana empezaba el invierno.
"¡Pero si ya estamos en invierno!", se acordó el señor Poquito Pérez.
Hay veces que pasan cosas raras. Pero vienen solas y no llaman mucho la atención.
Pasan y listo. Sanseacabó. Chaupinela. Pero también hay veces que pasan muchas cosas raras juntas. Entonces se hace más difícil mirar para otro lado y hacerse el que no se sabe nada.
Ese amanecer, por ejemplo, no prometía demasiado. El sol salió por el este y empezó a repartir su calorcito por todo el pueblo. La gente se levantaba de la cama, se lavaba la cara, desayunaba café con leche con tostadas y salía. Luis al menos hacía así.
Pero esa mañana tomó la leche con más calma que de costumbre, porque tenía tiempo de sobra. Se puso el guardapolvo, le dio un beso a la mamá y se fue.
I
La seño dijo que vamos a ir a la biblioteca de la escuela porque nos va a visitar un señor que hace libros. Los dibuja y los escribe.
Lo contó ayer cuando estaba por terminar la última hora. Nos dijo que le podemos preguntar cosas. De todo. Lo que queramos.
También vamos a leer sus libros y mirar los dibujos antes de que él venga.
II
Hoy leímos tres libros del que va a venir a visitarnos y la seño describió cómo eran los dibujos que él hace.
Nos contó que dibuja muchas lunas con nariz grande.
Y también soles. Muchos soles.
No sé para qué puede dibujar tantos soles si sol hay uno solo.
Cuando salgo de mi casa y voy a la escuela, siento el calorcito en la cara y la ropa, y ya me parece un montón un solo sol.
El río de aguas marrones corría bordeado por la sombra de los árboles. Pequeños remolinos jugaban con las hojas que caían bailoteando en el aire. Y un rumor de abejas flotaba en la tarde. En fin, era una buena tarde de verano.
Pero el coatí estaba triste.
El mono estaba triste.
La pulga estaba triste.
El quirquincho estaba triste.
En realidad, todos estaban tristes. Nadie cantaba, ni jugaba, ni corría, nadie hacía ningún ruido, porque hacía un tiempo que el tigre andaba al acecho.
Y cuando no hay ruidos, el monte se vuelve triste.
Y un monte triste es un mal lugar para vivir.
–Claro –dijo la paloma–, si no puedo decir currucucú, mis plumas pierden el brillo.
–Y yo –dijo el monito–, cuando no puedo saltar de rama en rama, ando arrastrando la cola.
–Si no puedo correr –dijo el coatí–, se me caen las lágrimas, y cuando se me caen las lágrimas me dan ganas de llorar.
–Lo peor –dijo la pulga– es que ya no tengo ni ganas de picar.
–¡Bah! –dijo la vizcacha–, todo es cuestión de acostumbrarse. Esto tiene muchas ventajas.
–Yo no le encuentro ninguna –gritó la pulga medio enojada.
Una vez, en un mes de noviembre, cuando faltaba poco para que terminaran las clases, se vio salir de cierta escuela a un chico y una chica tomados de la mano.
Cualquiera diría que eso no tiene nada de particular. Y lo más probable es que realmente no lo tenga.
Sin embargo, en este caso la situación mencionada se mezcla con confusos y enigmáticos sucesos, que hasta el día de hoy no han podido aclararse por completo.
Pero, antes de seguir adelante, repasemos un poco los acontecimientos.
Pocos días antes de que el chico y la chica de que hablábamos salieran de la escuela tomados de la mano, una silueta misteriosa, de manos invisibles y uñas un tanto mordisqueadas, había dejado caer una carta sobre el pupitre de Viviana.
Para ayudar a descubrir la lectura y el torrente de imaginación y vivencias que aporta...
Cuento: LA LLAVE MÁGICA
Martín era un niño que ya se había hecho tan mayor, que aquel cumpleaños su padre le regaló un libro ¡sin dibujos! El pobre niño quedó un poco decepcionado, pero al notarlo su padre le dijo:
—Este no es un libro cualquiera hijo, es un libro mágico. Pero para descubrir su magia, tendrás que leerlo.
Eso estaba mejor, porque a Martín le gustaban todas las cosas mágicas, así que empezó a leer el libro, aunque no tenía muchas ganas. A la mañana siguiente, su padre le preguntó:
—¿Has encontrado ya la llave mágica?
En la estantería había un libro que de apariencia era muy normal, pero tenía algo que lo distinguía de los demás, no tenía ni una gota de polvo, por ningún lado, todo lo contrario que sus vecinos de izquierda y derecha.
El niño llegó con muchas ganas de leerlo, lo abrió por la página que había dejado y se puso a leer su cuento.
En cuanto se encontró con esa PALABRA un tic-tac desaforado se escuchó encima de la palabrita PALABRA: tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac.
—¿Qué te pasa PALABRA? —le preguntó el niño.
—No puedo silenciar el tiempo, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac… —dijo PALABRA— ¿Podrías pasar el dedo por encima mío?
El niño pasó suavemente su dedo e inmediatamente dejó de oírse ese feroz tic-tac, aproximó su oreja al libro para ver si quizás se oía lejanamente, pero solo escuchó un “gracias” muuuy lejos y bajito.
Mientras seguía leyendo se encontró con la palabra SOL… ¡Y qué de luz salía de allí! Una luz muy blanca, muy pura, buscó sus anteojos de sol y pudo así seguir leyendo lo mas bien, unas líneas más abajo pudo quitárselas porque ya no las necesitaba más.
Desde sus orígenes en Lazarillo de Tormes, la Picaresca es un género literario que se caracteriza por contar aventuras en donde la habilidad del que aparenta ser el más débil lo hace triunfar por sobre el fuerte. El pícaro se perfila como antihéroe ya que sus hazañas llevan implícitas la necesidad de sobrevivir. Dentro del folklore de América Latina, el pícaro toma múltiples formas: Tío Conejo, Pedro Rimales o Juan Bobo. Sin importar el nombre que adopte, este personaje siempre se valdrá de su astucia para salir adelante frente a diversas ocasiones, generando de este modo, simpatía con el lector.
A continuación, compartimos un cuento picaresco que nos narra una divertida e ingeniosa aventura de Pedro Malasartes, personaje tradicional de los cuentos populares brasileros.
“SOPA DE PIEDRAS”
Pedro Malasartes era pícaro y muy astuto. Un día se puso a escuchar una conversación entre varios hombres en la puerta de un bar. Ellos hablaban de una vieja avara que vivía en una chacra cerca del río. Cada uno contaba una historia peor que otra.
—La vieja es una tacaña. No da comida ni para los perros que cuidan su casa —contaba uno.
—Cuando llega alguien a almorzar, cuenta los porotos antes de ponerlos en el plato —decía otro.
LAS OREJAS DE URBANO
UNA LENGUA, DIEZ DEDOS, DOS OREJAS
Urbano es un niño como muchos de los que pueblan el mundo: se llena la boca de dulces, hace travesuras cuando menos se lo esperan sus papás, le gusta buscar caramelos, explora el fondo de sus narices, le parece horrible el sabor de la zanahoria cocida, sabe hacer excelentes pasteles de lodo, es un buen conductor de bicicletas y avalanchas, y además tiene una boca, una lengua, dos brazos, diez dedos en las manos y otros tantos en los pies, pelo en la cabeza y un solo ombligo en el centro de la panza.
En lo único en lo que Urbano es distinto de los demás es en las orejas: una es un poquito más grande que la otra, aunque la verdad hay que fijarse mucho para descubrir que son de diferente tamaño.
En el norte de Turambul, había una vez una señora que era la peor señora del mundo. Era gorda como un hipopótamo, fumaba puro y tenía dos colmillos puntiagudos y brillantes. Además, usaba botas de pico y tenía unas uñas grandes y filosas con las que le gustaba rasguñar a la gente. A sus cinco hijos les pegaba cuando sacaban malas calificaciones en la escuela, y también cuando sacaban dieces.
Los castigaba cuando se portaban bien y cuando se portaban mal. Les echaba jugo de limón en los ojos lo mismo si hacían travesuras que si le ayudaban a barrer la casa o a lavar los platos de la comida. Además de todo, en el desayuno les servía comida para perros. El que no se la comiera debía saltar la cuerda ciento veinte veces, hacer cincuenta sentadillas y dormir en el gallinero. Los niños del vecindario se echaban a correr cuando veían que ella se acercaba. Lo mismo sucedía con los señores y las señoras y los viejitos y las viejitas y los policías y los dueños de las tiendas. Hasta los gatos y las gaviotas y las cucarachas sabían que su vida peligraba cerca de la malvada mujer. A las hormigas ni les pasaba por la cabeza hacer su hormiguero cerca de su casa porque sabían que la señora les echaría encima agua caliente.
Hasta que un día sus hijos y todos los habitantes del pueblo se cansaron de ella y prefirieron huir de allí porque temían por sus vidas.
Desde entonces, las plazas estaban vacías, ya no ladraban los perros en las calles ni volaban los pajaritos en el cielo ni buscaban flores las abejas. Sólo se oía el silbido del viento y el repiquetear de las gotas de lluvia contra los tejados de las casas. Fue así como la mala mujer se quedó sola, solitita, sin nadie a quien molestar o rasguñar.
El único ser que aún vivía allí era una paloma mensajera que se había quedado atrapada en la jaula de una casa vecina. La espantosa mujer se divertía dándole de comer todos los días migas de pan mojadas en salsa de chile y agua revuelta con vinagre. Unas veces le arrancaba una pluma y otras le torcía los dedos de las patas.
Esperaba los domingos como quien espera los veranos para comer un helado de chocolate. Ese día mi papá me trajo el desayuno a la cama. Entre mimos, café con leche y medialunas, armábamos como en un rompecabezas, las salidas y los juegos que nunca quería, se terminasen.
Después del almuerzo, salimos hacia la plaza. Aquel lugar era mágico para mí, subida a la bicicleta daba vueltas sintiéndome la protagonista de un cuento, que sólo por un día abría sus páginas para no ser leídas ni contadas, sino vividas.
Una tarde, encontré a un niño parecido a mí, sentado sobre el escalón del cielo de una rayuela gigante dibujada en el piso de la plaza. Tenía la cara sucia, pero una mirada tan dulce que tuve ganas de sentarme a su lado para preguntarle el nombre. Miré a mis padres y entendí que apoyaban lo que hacía, me agaché y lo saludé:
—Hola.
—Hola —contestó sin dejar de mirarme.
—Me llamo Abril ¿y vos?
—Nacho.
Hace muchos años, en un pueblito llamado “El buen leer” ocurrió un hecho muy curioso. Cuenta la historia que los habitantes del pueblo amaban la lectura. En todos los hogares había una biblioteca, por pequeña que fuera. Ningún niño se iba a la cama sin haber leído o escuchado un cuentito de boca de sus papás. Los libros vivían felices pasando de mano en mano. Sabían que, gracias a ellos, los niños aprendían, soñaban e imaginaban. Pasaban sus días alegremente, haciéndose compañía unos a otros.
En esos tiempos, un libro era un excelente regalo de cumpleaños, incluso Papá Noel llenaba su bolsa con ejemplares de todos los tamaños y colores. Cierto día, llegó al pueblito una bruja que no había tenido la suerte de poder leer en su infancia y a quien sus papás jamás le habían contado un cuentito.
Una vez un chico que se llamaba Santiago salió de su casa en un triciclo para dar la vuelta alrededor del mundo.
Iba pedaleando por la vereda y en el camino se encontró con un perro y un gato y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Voy a dar la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los dos?
–Sí, vengan.
Y el perro y el gato se pusieron detrás del triciclo.
Santiago siguió pedaleando y se encontró con un gallo, un conejo y un caracol y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Estoy dando la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los tres?
–Sí, vengan.
Cuando los vecinos de Florida se juntan a tomar mate, charlan y charlan de las cosas que pasaron en el barrio. Se acuerdan del ladrón de banderines de bicicletas; de cuando, por culpa de la máquina del tiempo, se les heló el agua de las canillas en pleno diciembre...
Pero más que de ninguna otra cosa les gusta hablar de doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez.
Doña Clementina no había empezado siendo una Achicadora: por ejemplo, a los dos años era una nenita llena de mocos que se agarraba con fuerza del delantal de su mamá y, a los diez, una chica con trenzas que juntaba figuritas de brillantes.
Cuando doña Clementina Queridita se convirtió en la Achicadora de Agustín Álvarez era ya casi una vieja. Tenía un montón de arrugas, un poquito de pelo blanco en la cabeza y un gato fortachón y atigrado al que llamaba Polidoro.
Dicen que dicen que un día, Mulukú el Dios de una tribu africana, tuvo ganas de estar acompañado.
Entonces cavó un gran pozo en la tierra con sus manos y del pozo salió un hombre.
Cavó otro pozo y salió una mujer.
Les dio muy buena tierra para cultivar, herramientas para trabajar y semillas de mijo para sembrar.
Y les explicó:
–Para vivir bien tendrán que construirse una casa sólida. Les enseñaré a trabajar la tierra para sembrar y así tendrán comida.
–Bueno, bueno– dijeron a coro el hombre y la mujer, y se fueron.
Al tiempo Mulukú volvió a visitarlos y se encontró con que el lugar estaba vacío. No había casa.
No había tierra sembrada, se habían comido las semillas de mijo y las herramientas estaban tiradas por ahí.
Desilusionado se sentó en una piedra a pensar.
No me lo esperaba.
O sí… No sé. Hacía rato que Bruno y yo jugábamos, como todas las tardes. De vez en cuando, él se hacía el loquito y me abrazaba. Se quedaba quieto, viéndome a los ojos (me encanta, pero me hago la distraída). Después, algo ocurría dentro de esa cabeza llena de rulos y enseguida miraba para otro lado. Cuando parecía que, al fin, me iba a decir algo que nunca había dicho… se iba, bebía su jugo y volvía al rato, como si nada.
Llegó un momento en que me sentí un poco cansada –hacía una hora que estábamos haciendo lo mismo- y lo dejé solo en un rincón del cuarto. Creo que se ofendió.
Resulta que Pifucio era un nene un poco raro. No le gustaban las golosinas, pero le encantaba la sopa. Le ponía dulce de leche a las milanesas, y sal a la leche chocolatada. Le gustaban las verduras y no la carne.
No le gustaba tirarse a la pileta de lona, pero sí bañarse y lavarse las orejas. Cuando dormía ponía los pies en la almohada y la cabeza en el colchón. Un día se equivocó y se puso la campera del papá como pantalón, y no se dio cuenta en un rato largo.
Un día, Pifucio se hizo amigo de un... tomate. Estaba sentado en el piso jugando con el tomate, haciéndolo rodar y girar, mirándolo y pasándolo de una mano a otra.
La mamá le preguntó que hacía, y él le dijo:
—Juego con mi amigo Tomate, mamá.
Cuentan que el diablo estaba harto de navegar encerrado en una botella. Pero esperaba que se le diera la buena porque sabía que siempre que llovió, escampó.
Y así fue. Un día la botella se hizo pedazos en una roca y el diablo salió como loco haciendo tumbacabezas.
Enseguida se puso a buscar un buen lugar para vivir. Era pretencioso y haragán, quería verlo todo desde arriba y que lo transportaran, lo cuidaran.
Cuando vio pasar a la hermosa muchacha, no dudó más. Se le prendió como un abrojo en el pelo. Imposible de desenredar. Se acomodó muy contento sobre la espalda y así andaba, de patas cruzadas.
Criticaba todo lo que veía, decía groserías a los demás y se tiraba pedos con el mayor desparpajo.
La muchacha vivía llena de rabia y de vergüenza, sin poder sacárselo de encima. Trató de ocultarlo, de esconderse, de parar el planeta, pero todo fue inútil.
El diablo le comía la comida, le enturbiaba el agua y se le metía en los sueños.
Entonces la muchacha decidió hacer huelga de soledad. Se recluyó durante mucho tiempo dispuesta a no comer ni hacer nada de nada.
Hipo tiene hipo
Hipo es chiquito
Y vive en un charquito
Cuando le da hipo
Va nadando a saltitos
Hipo crece crece
Todos los días poquito
¡Hip! está dormido
Hipopótamo dormilón
Un vaso con agua
Busca un susto de león
Para que se cure
Este hipo de melón ¡Hip!
Había una vez un árbol que amaba a un pequeño niño. Todos los días el niño venía y recogía sus hojas para hacerse con ellas una corona y jugar al rey del bosque. Subía por su tronco, se mecía en sus ramas y comía manzanas. Jugaban juntos a la escondida y cuando se cansaba, el niño dormía a su sombra.
Y el niño también amaba al árbol y el árbol era feliz.
El tiempo pasó, el niño creció y el árbol solía quedarse solo esperándolo. Un día, el árbol vio venir al niño.
—Vení niño, subite a mi tronco, hamacate en mis ramas, comé mis manzanas, jugá bajo mi sombra y sé feliz —le dijo.
—Ya soy muy grande para trepar y jugar —dijo el niño— yo quiero comprar cosas, divertirme. Necesito dinero. ¿Podés darme plata o me voy?
—Lo lamento, —dijo el árbol— sabés que plata no tengo, sólo hojas y manzanas. Agarrá mis manzanas y vendelas en la ciudad… tal vez así consigas la plata que querés.
UNO
Él se sentó a esperar bajo la sombra de un árbol florecido de lilas.
Pasó un señor rico y le preguntó:
—¿Qué hace usted, joven, sentado bajo este árbol, en lugar de trabajar y hacer dinero?
Y el hombre le contestó:
—Espero.
Pasó una mujer hermosa y le preguntó:
—¿Qué hace usted, hombre, sentado bajo este árbol, en lugar de conquistarme?
Y el hombre le contestó:
—Espero.
Una tarde un sapo dijo:
—Esta noche voy a soñar que soy árbol.
Y dando saltos, llegó a la puerta de su cueva. Era feliz; iba a ser árbol esa noche.
Todavía andaba el sol girando en la vereda del molino. Estuvo largo rato mirando el cielo. Después bajó a la cueva, cerró los ojos y se quedó dormido.
Esa noche el sapo soñó que era árbol.
A la mañana siguiente contó su sueño. Más de cien sapos lo escucharon:
Los sábados eran días especiales en casa de Sofía. La mamá cocinaba galletitas de coco, de chocolate y de miel. Un olor riquísimo inundaba la casa y Sofía se moría de ganas de comerse el aire. Pero cuando sacaban las galletitas del horno, apenas si probaban una o dos y enseguida las guardaban en una lata azul y roja para el día siguiente.
La mamá planchaba la ropa que se pondrían al otro día, y si le quedaba tiempo iba a la peluquería.
Sofía, en cambio, se pasaba la tarde entera dibujando. A la nochecita acomodaba todos los dibujos sobre el piso de la cocina y elegía uno, sólo uno, para el día siguiente.
El domingo se levantaban temprano, tan temprano que en invierno todavía era de noche. Sofía se vestía en un santiamén; su mamá, en cambio, estaba horas arreglándose el vestido, peinándose, ensayando sonrisas con los labios pintados.
Sobre la orilla del río. En una casita de madera, vivía una familia muy pobre. Eran tan pobres que la comida nunca alcanzaba para todos, y por lo menos uno tenía que quedarse en ayunas cada vez que la familia comía. Los niños le preguntaban al abuelo:
—¿Por qué no somos ricos? ¿Cuándo nos haremos ricos también nosotros?
El abuelo respondía:
—Seremos ricos cuando vuele el borrico.
Los chicos se reían. Pero algo creían. De vez en cuando, iban al establo, donde el burro masticaba su pasto seco; entonces, le acariciaban el lomo y le decían:
—Esperamos que no tardes mucho en decidirte a volar.
Por la mañana, no bien se despertaban, iban corriendo a ver al burro:
—¿Vas a volar hoy? Mirá que lindo, que hermosos cielo. Es un día perfecto para volar.
Pero el burro sólo le hacía caso a su pasto.
CARTA A LOS CHICOS
No sé si les dije que hoy es un día violeta, es decir de sol que amenaza con lluvia. De veredas repletas de gente que apenas se mira. Así son los días violetas. A mí me pasa que quiero escribir un cuento y la lapicera se me corre de las manos. Que tengo ganas de tomar leche con galletitas y seguro que si voy a la mesa me encuentro con un tazón de té. Y que no me enojo porque los violetas no son días de enojarse.
Podría ser azul, como cuando el cielo es un espejo y las caras de las personas parecen flores que se abren contra el viento. O rojo, como cuando todo parece estar a punto de suceder: una risa a punto de estallar, dos manos a punto de estrecharse, un avión a punto de levantar vuelo. Pero no. Ni rojo ni azul. El día de hoy es violeta y así son los días violetas.
Cuento» “CUELLO DURO”,
de Elsa Bornemann
—¡Aaay! ¡No puedo mover el cuello! —gritó de repente la jirafa Caledonia.
Y era cierto: no podía moverlo ni para un costado ni para el otro; ni hacia adelante ni hacia atrás... Su larguísimo cuello parecía almidonado.
Caledonia se puso a llorar. Sus lágrimas cayeron sobre una flor. Sobre la flor estaba sentada una abejita.
—¡Llueve! —exclamó la abejita. Y miró hacia arriba.
Entonces vio a la jirafa.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás llorando?
“SEXA”
–Papá...
–¿Hmmm?
–¿Cómo es el femenino de sexo?
–¿Qué?
–El femenino de sexo.
–No tiene.
–¿Sexo no tiene femenino?
–No.
–¿Sólo hay sexo masculino?
–Sí. Es decir, no. Existen dos sexos, masculino y femenino.
–¿Y cómo es el femenino de sexo?