Tengo una abuela astronauta. Muchos años trabajó en la NASA y se acaba de jubilar. Dice que quiere estudiar para chef porque antes, con todo lo que viajaba, nunca tenía tiempo para hacerse ni un huevo frito.
Ahora que yo estoy más grande, le entiendo mejor cuando cuenta sus historias planetarias. La verdad es que en casa no la escuchan, creo que piensan que miente un poco. Además, a nadie en mi familia le importa si sale el arco iris en Saturno, o si nace o muere una estrella.
A mí me encanta escucharla y yo también quiero ser astronauta. Por eso estoy contento de que esté más tiempo cerca y le insisto para que venga a visitarme. A veces viene pero se va enseguida. Casi siempre se enoja con mi mamá y le dice que se va a ir a Marte en cualquier momento. Siempre le escucho decir que tiene ganas de volar.
Creo que se está fabricando un cohete espacial en el fondo de su casa. Eso me lo contó cuando le pregunté cómo era que se iba a ir Marte si ya no trabaja más para la NASA. Que guarde el secreto, dijo mi abuela y a lo mejor, ahora que estoy crecido –como dicen– la puedo ayudar así de paso aprendo algo de astronáutica.
Zelmira bajó el viejo changuito del soporte de donde colgaba. Corrió el canasto con leña para darle paso, abrió todo lo que pudo la puerta del lavadero y lo hizo andar sobre sus dos ruedas hasta la calle.
Cada vez que empezaba el día, Zelmira se metía tanto en el trabajo que el mundo apenas la rozaba. Por eso más de una vez tenía que descansar en alguna plaza, o al borde de la vereda. Según el peso que llevara. De chica había aprendido de su abuela a juntar besos. Ahora la abuela no estaba y la nieta había quedado a cargo, sólo ella sabía dónde llevarlos al final de cada jornada.
Zelmira tomaba los besos justo en el momento en que se posaban en las mejillas de la gente, levantaba su mano en el aire, la movía para saludar y ahí se le pegaban. Como a un imán. Y los ponía en el changuito.
Serafín amanece feliz tocando el saxofón.
Está tan entretenido, que se sorprende cuando su mamá le dice:
—Serafín, ve a llevarle el almuerzo a tu abuelo que trabaja en el bosque.
—¿Ya es mediodía? —pregunta Serafín.
—Sí. Y el abuelo debe tener hambre. Apúrate.
Serafín guarda su saxofón y camina hacia el bosque. El sendero bordea una laguna azul. A la orilla crecen flores de muchos colores y Serafín se detiene a mirarlas.
Por fin escoge una.
Entonces, un cocodrilo sale chapoteando del agua.
—¿Por qué has tomado esa flor? ¡Ese color es horrible! El cocodrilo grita tan fuerte que salpica de saliva a Serafín.
Había una vez un niño llamado Vicente. Era moreno, alegre y muy ágil. Lo que más le gustaba era levantarse muy temprano, correr por el parque con su perro Tody y comer chocolates con almendras.
Pero había algo que le gustaba mucho más todavía. Para Vicente no había nada mejor en el mundo que pasear con su papá y sentir que su mano fuerte tomaba la suya para cruzar la calle. Entonces no necesitaba mirar ni a derecha ni a izquierda como le habían enseñado; podía caminar confiadamente.
Entonces era feliz. Pero el papá de Vicente era un hombre muy ocupado. Tenía tan poco tiempo libre que a veces pasaban días sin que el niño pudiera verlo ni escuchar su voz.
Una noche, el Búho bajó a la orilla del mar. Se sentó sobre una gran roca y miró las olas.
Todo estaba oscuro. Entonces, la puntica de la Luna apareció sobre el borde del mar. El Búho contempló la Luna subir cada vez más alto en el cielo.
Pronto la Luna estuvo brillando entera y redonda.
El Búho se sentó en la roca y miró a la Luna durante un largo rato.
—Si yo estoy mirándote a ti, Luna, tú debes estar también mirándome a mí. Tenemos que ser muy buenos amigos.
Desde muy temprano, Tocotoc, el cartero de Cataplún, sale a repartir las cartas y los paquetes por todo el pueblo. En un morral grande y resistente Tocotoc lleva los mensajes y regalos que amigos y familiares de otros pueblos envían a los cataplunenses.
A las siete de la mañana Tocotoc da unos golpecitos en la primera casa de su recorrido que suele ser la de Kupka, el zapatero.
–Toc-toc-toc...
–¿Quién es? –dice el zapatero.
–Soy yo, Tocotoc. Te traigo una carta de tu hija Tris. Viene desde Achix.
Tenía un hermano pequeño, y a nadie más tenía. Hacía mucho tiempo, desde la muerte de sus padres, habitaban los dos solos en esa playa desierta, rodeada de montañas. Pescaban, cazaban, recogían frutos y se sentían felices.
En verdad, tan pequeño era el otro, apenas como la palma de su mano, que el mayor encontraba normal ocuparse él solo de todo. Pero atento siempre a la vigilancia de su hermano, delicado y único en su minúsculo tamaño.
Nada hacía sin llevarlo consigo. Si era día de pesca, allá se iban los dos mar adentro, el mayor metido en el agua hasta los muslos, el menor a caballo en su oreja, ambos inclinados sobre la transparencia del agua, esperando el momento en que el pez se acercaría y ¡zas! caería preso en la celada de sus manos.
Sapo estaba sentado a la orilla del río. Se sentía raro. No sabía si estaba feliz o triste, había pasado toda la semana con la cabeza en las nubes. ¿Qué sería lo que le pasaba?
Entonces se encontró con Cochinito.
—Hola Sapo —dijo Cochinito—. No te ves bien. ¿Qué tienes?
—No sé —dijo sapo—. Tengo ganas de llorar y de reír al mismo tiempo. Hay algo que hace Tunk tunk dentro de mí, aquí.
—Quizá tienes gripe —dijo Cochinito—. Mejor te vas a acostar. Sapo siguió su camino. Estaba muy preocupado.
Entonces pasó por la casa de Liebre.
GRILO ALETEÓ HACIA UN MATORRAL DONDE BRILLABAN UNOS OJOS NEGROS.
–¿QUIERES VOLAR CONMIGO?
–NO ME GUSTA VOLAR –CONTESTÓ UNA VOZ RONCA.
GRILO CASI SE APAGÓ CUANDO VIO DELANTE DE ÉL UNA FIGURA IGUAL A UN CORCHO DE BOTELLA.
–¿VES? NO TENGO ALAS, PERO DOY GRANDES SALTOS –DIJO EL DESCONOCIDO.
–¿CÓMO TE LLAMAS? –PREGUNTÓ GRILO CON ADMIRACIÓN.
Cuento 1: EL DEDUCTIVO SEÑOR TÁBANO, de Pedro Pablo Sacristán
El señor Tábano era el nuevo responsable de la oficina de correos de la pradera. Le había costado mucho obtener aquel trabajo tan respetado viniendo desde otro jardín, y según él, lo había conseguido gracias a sus grandes dotes deductivas. Y aquel primer día de trabajo, en cuanto vio aparecer por la puerta a don escarabajo, la señora araña, la joven mantis y el saltamontes, ni siquiera les dejó abrir la boca:
—No me lo digan, no me lo digan. Seguro que puedo deducir cada uno de los objetos que han venido a buscar- dijo mientras ponía sobre el mostrador un libro, una colchoneta, una lima de uñas y unas gafas protectoras.