Algunas historias cuentan que un día Dios trabajó con un poco de barro, usando toda la habilidad que tienen las manos de Dios.
Tenía ganas de hacer algo de lo que no tuviera que arrepentirse. Había hecho muchas cosas pensando que eran una obra perfecta, como el hombre o las arañas, pero después sólo sirvieron para las burlas del diablo.
No era grave que el diablo se burlase, ya se sabe que del diablo se puede esperar cualquier cosa. Lo grave era que tenía razón.
—¡Añámembuí! Dijo Dios para practicar un poco de guaraní, pero sin saber muy bien lo que estaba diciendo.
—¡Ahora las cosas van a ser diferentes!
Y las manos de Dios modelaron sin apuro, hasta que apareció el pájaro más pequeño y más hermoso.
Apenas era un trozo de barro, pero el ojo de Dios ya podía ver los colores irisados en esa mezcla de verde y azul que pensaba usar para su obra maestra.
Lo puso en una rama, dio un paso hacia atrás, para mirarlo mejor, y dijo:
—¡Qué envidia le va a dar al diablo!
Casi se arrepiente por tener esa clase de pensamientos, pero ya estaba cansado de arrepentirse, y entonces se dijo:
—Si yo no voy a poder pensar como se me dé la santísima gana...
Todo el mundo sabe que hay caminos verdes, caminos grises, caminos marrones, caminos rojos. Todo el mundo sabe que hay caminos derechos y caminos torcidos, que suben, que bajan, o suben y bajan.
Todo el mundo conoce esos caminos, pero muy pocos saben de los caminos olvidados.
Y es lógico que sea así. Si no, no serían caminos olvidados. ¿Qué cómo son esos caminos?
¿Qué dónde están?
Si fuera tan fácil responder, tampoco estaríamos hablando de caminos olvidados. Apenas están en la memoria de los que sueñan con una bicicleta roja y pelean y pelean hasta conseguirla.
Esos son los caminos ideales para una bicicleta roja. Y el Negro tenía una bicicleta nueva que podía correr más ligero que el viento.
¡Cómo brillaba la bicicleta nueva!
Bueno, eso de nueva era hasta por ahí nomás, porque le habían regalado una bicicleta herrumbrada que vaya a saber desde cuándo estaba en un galpón.
Pero su papá le había comprado las cubiertas, las cámaras, y un asiento.
Las llantas, el cuadro, el manubrio, el piñón, los pedales, eran una sola capa de herrumbre pero el negro frotó y frotó, gastó y gastó trapos con agua, con kerosén, con aceite.
Despacito, los pedales comenzaron a girar después de limpiarlos y aceitarlos una y otra vez.
El circo llegó al pueblo, y con el circo llegó el elefante.
—¡Estoy podrido! —fue lo único que se le oyó decir cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París, Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por las más grandes ciudades del mundo, y ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Saenz Peña, que seguramente también era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue donde dijo:
—¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron sorprendidos, porque no estaban acostumbrados a que anduviera protestando. Al contrario, tenía fama casi de demasiado manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron las jaulas de las fieras, y prepararon un desfile por las calles para que a todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía. Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de costumbre. Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del Chaco el elefante se había puesto a oler.
Fue un olor que le llegó de golpe, mientras descansaba tranquilamente en su jaula junto con abundante pasto y agua limpia, y fue como si la tierra se hubiera dado vuelta. Sintió apenas una especie de cosquilla que le hormigueaba desde la trompa hasta la punta de la cola, y de pronto supo de qué se trataba. Era el olor de los árboles, era el olor de un río, era el olor de la selva. Miró por entre los barrotes de su jaula y vio miles de pájaros que volaban y se posaban en los árboles, y miró los árboles.
Un lamento desgarrador recorría toda la planta de Limón:
—BUUUUUUUUUUuuuuuuuuuuuuaaaAAAAAAaaaaaaaahhhhHHHHH.
Este triste alarido pertenecía al renombrado Tito Nicolás Ciempiés, dueño de 50 patas izquierdas y otras tantas derechas. Ese día se festejaba el casamiento de Lulo y Lula Grillo y a él, al Ciempiés, se le había metido en la cabeza –tenía una sola- que debía ir a la fiesta con 100 relucientes zapatos.
Por supuesto que no tenía ni un solo par. Ni siquiera un par de cordones, o media zapatilla vieja. “Soy el bicho más desamparado de esta planta”, se lamentaba revoleando sus cuatro ojos.
En ese momento llegó la Mariposa encargada de repartir las invitaciones. Al darle la invitación, el Ciempiés la rechazó:
Los días en el zoológico eran lentos y aburridos.
Cuando los chicos lo visitaban encontraban bestias bostezando, holgazaneando y con un humor de humanos.
Se acercaba Carnaval y al león, autodeclarado Rey de los Animales, se le ocurrió hacer algo para levantar el ánimo del bicherío.
—¡Un baile de disfraces! —propuso con una garra al aire. Llamó a los monos, que solían escapar de su jaula y vagar por el lugar sin que nadie les dijera nada—. Inviten a todos a la fiesta —ordenó—. La condición: venir disfrazado de otro animal. Habrá premios para el más original, el más divertido y ¡elegiremos Reina y Rey del Carnaval del Zoo!
Cuando tiene hambre, la Pilaraña (que es un bicho horrible) silba. Ni abre la boca, ni le hace ruido la panza ni se le junta saliva entre los dientes. Silba para despistar...
Siempre anda por ahí algún Cascaroso distraído, de ésos que a la Pilaraña le gustan tanto, y se para a escuchar cómo la monstrua se silba un tango.
Entonces ella lo engancha del cuello del saco con una uña y se lo acerca a los anteojos para estar bien segura de que es un Cascaroso en buen estado, y se lo come. Sin masticar.
Por suerte, todos los Cascarosos (grandes y pequeños, raquíticos y obesos, sabihondos e ingenuos, santafesinos, cordobeses, porteños y de donde fueran) han hecho el Curso Práctico de Supervivencia en Panza de Pilaraña.
Una vez tragado por la Pilaraña, el Cascaroso prende un fósforo mientras cae por el esófago y ya en la panza abre el manual de bolsillo con las principales instrucciones:
Un señor tenía un pato que ladraba. Lo metió en un canasto con tapa y se fue a recorrer las plazas de los pueblos.
Le decía a la gente que tenía un pato que ladraba, pero nadie le creía. “Si me dan una moneda”, les decía, “se los muestro. Si no ladra, les devuelvo la moneda y les doy otra más”.
Entonces sacaba al pato (que como estaba un poco confundido no ladraba), le hablaba en la oreja para convencerlo y el pato ladraba.
Con el dinero que ganó gracias al pato, el señor se compró una motoneta (para él) y un carrito (para el pato).
El carrito tenía una sola rueda e iba enganchado a la motoneta como un sidecar. También le compró un casco al pato.
Un buen día, el señor encontró un gato que hacía mu, y también lo metió adentro del carrito. Se llevaba muy bien con el pato.
Otra cosa que me pasaba de chico es que perdía todos los útiles de la cartuchera, y a veces la cartuchera también. Mis padres debían comprarme cada día un nuevo lápiz, una nueva goma o un nuevo compás (¿todavía siguen usando compás y transportador en la escuela?), y una cartuchera por semana.
Yo creo que existen ciertas personas cuya atención sólo puede ser atrapada por algunos hechos muy llamativos, y no les queda atención para ninguna otra cosa. Es el día de hoy que sigo perdiéndolo todo: los lentes de sol, el control remoto del televisor, una ojota, los papeles donde anoto las direcciones en los viajes. Por eso, me paso buena parte de la vida buscando. Es curioso, porque por un lado debo buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-, pero también busco historias para contar, busco sabiduría en las historias de otros escritores, y busco la verdad.
Maximiliano era un chico que leía y leía sin parar.
En la biblioteca de su pueblo, no había un solo libro que no hubiera pasado por sus ojos. Hasta la guía de teléfonos, los prospectos de remedios y las recetas de cocina, se leía.
—Si seguís leyendo tanto te van a quedar los ojos abiertos y no los vas a poder cerrar más —le decía su mamá.
Un día de esos en los que no pasaba nada, Maxi caminaba por las calles vacías del pueblo. Era la hora de la siesta, y un vientito polvoriento enrulaba remolinos de hojas amarillentas aquí y allá.
Aburrido, pateaba una piedrita sonsa, como todas las cosas sonsas de este mundo. Pero de pronto, la piedrita se metió por debajo de un alto cerco.
—¡Ah, no! No te vas a ir así nomás —dijo Maxi.
El abuelo tenía un enorme jardín lleno de árboles. Le gustaba contar que por cada hijo y cada nieto, él plantaba un árbol.
Para el abuelo, cada nacimiento en la familia era toda una ceremonia. Después de conocer al recién llegado, iba al vivero y compraba un árbol para plantar en su jardín. Y cada vez elegía un árbol diferente. A veces, un roble grande y frondoso. Un plátano con su polvillo en primavera. Un álamo que algún día llegará al cielo, un sauce llorón.
El bosque del abuelo tenía las más diversas especies.
Algunos daban frutos riquísimos, otros sólo sombra en el verano. En el otoño había árboles que se quedaban sin hojas.
Cuando nació Teo, el abuelo plantó un ciruelo. Tardó en crecer, pero a los tres años dio tantas ciruelas que la abuela hizo varios frascos de un dulce dulce.
Y cuando cumplió cinco, una tarde en que el abuelo leía el diario y la abuela lavaba los platos del almuerzo, Teo se subió al árbol rebosante de hojas.
–¡Teo! ¡Teo! –llamaba la abuela preocupada.
–¡Teo! ¡Teo! –gritaba el abuelo asustado.
–Acá estoy –dijo Teo con voz de árbol.
Debido a que nos mudamos, tuve que cambiar de colegio a mi pequeño hijo de cinco años. No fue fácil tomar la decisión.
Intenté resistir: como los viajes en auto lo marean, propuse a mi esposa llevarlo yo mismo, caminando, hasta su antigua escuela.
Si el “Marco” de Edmundo De Amicis caminó de los Apeninos a los Andes para reencontrarse con su madre, ¿por qué no iba a poder yo caminar doscientas cincuenta cuadras con mi hijo a cococho para salvarlo de la tragedia de cambiar de colegio? Pero mi esposa imaginó la escena: yo, exánime, desmayado; a merced de transeúntes desconocidos.
–Ya sé –grité como una eureka, imbuido de una convicción mística–. Vivimos en una carpa de lunes a viernes, al lado del mismo colegio. Y los fines de semana, volvemos a la nueva casa.
Pero mi esposa sugirió que yo no sería capaz de recordar sacarme las zapatillas cada vez que ingresara en la carpa, por lo que nuestra vida se tornaría un infierno. Y cuando ya estaba dispuesto a pagar la primera cuota del helicóptero, la decisión gubernamental de robarnos nuestros ahorros dio por tierra con la idea.
De modo que había que cambiarlo de colegio.
–Hablale vos –le dije a mi mujer–. Es fácil; explicale que hay cosas mucho peores: terremotos, tiburones. Contale que los que se pierden en el Triángulo de las Bermudas no vuelven nunca más; mientras que a él, sólo lo vamos a cambiar de colegio.
Mi mujer escuchó en silencio las propuestas y respondió:
–Si le hablo yo, le hablo yo.
Pero no le habló. Pasaban los días y, en ocasiones, no le hablaba porque estaba a punto de comer y no quería ponerlo nervioso, porque justo le había comprado un juguete nuevo y no quería arruinar la sorpresa o porque, en ese momento, no lo veía preparado.
Reserva Natural Pizarro
Todos los chicos de Pizarro siempre buscan miel en el monte, al llegar la época, que es al inicio de la primavera. Y cuando encuentran los panales de las distintas abejas, se agarran unas alegrías bárbaras. Tanto criollitos como wichicitos se ponen contentos por la panzada que promete el hallazgo.
Los más especializados son los wichis, que llaman chabotaj o pinu a la miel, según la especie de abeja que la haya producido. A estos chicos, sus mamás les piden también que se fijen en qué parte del monte hay chaguar para recoger y poder hacer sus yicas, bolsas en las que guardan los frutos y las piezas que cazan los hombres, cuando salen por las tardes.
Y siempre les recomiendan que se fijen bien por dónde caminan, para no pisar una yarará o una ampalagua. Porque estas víboras andan por todo el monte, y son muy peligrosas, si se las molesta.
Pero lo cierto es que los chicos van y vienen y juegan libres en su ambiente. Aunque, de a ratos, ¡y como el calor es fuerte!, se detienen bajo los árboles que más sombra dan, como el palo santo, el palo borracho, el quebracho y la brea. Ahora, quietos bajo un ejemplar del primero, están a punto de comenzar sus charlas.
Patita es rengo de nacimiento. Camina dando saltos, apoyando solamente tres patas. La otra, más pequeña, queda en el aire bailando.
–¡Vamos, Patita! Hay que apurarse. Es tarde.
Cierto. Es tarde ya. Rila tiene que apurarse. Debe ser el primero en llegar. Es el presidente y el tesorero del club.
Hacen el camino de todas las mañanas. Desde la casa al almacén; del almacén al mercado y desde allí, a la cancha.
La cancha es un terreno baldío sin alambrar. Unas latas y un palo marcan el arco. A un lado, la vía del tren y la casa del guardabarreras.
En la pared, escrito con carbón, está el nombre del club: "El Porvenir", y con letra más gruesa: "Viva el Porvenir".
–¡Vamos, Patita! El partido del domingo será muy serio. Ya lo sabés.
Tiene razón Rila. El partido del domingo será muy serio. Hay que seleccionar once jugadores y tres suplentes. Hay que limpiar la cancha. No se trata del partido de siempre, entre ellos, donde dos muchachos eligen jugadores después de revolear una moneda. No. El domingo se jugará un gran partido: barrio contra barrio.
Conozco a Pobrechico desde que nació. Al principio no podía ni tocarlo. Mi mamá me había dicho que había que tener mucho cuidado porque esto y porque lo otro. Yo no entendía ni medio lo que me decía mi mamá y quería tocarlo.
Ni siquiera me dejaban acercarme a verlo. Yo me enojaba mucho porque había guardado algunas cosas para él y como me dijeron que iba a tener que esperar un poco para dárselas ahora, había que encontrarles un lugar para que no se perdieran, al menos hasta que Pobrechico dejara la pieza esa toda oscura. Pero ¿dónde se pueden guardar un caracol y seis bichos bolita? Ahora, la verdad, ¿qué mal le podían hacer un caracol y seis bichos bolita?
Ninguno. Caminarle por arriba un poquito. Y eso si no se los toca, porque en cuanto uno les muestra el dedo los caracoles se meten para adentro y los bichos bolita se enroscan y ya no se les ven más las patas. Está bien que se iban a traer un poco de sol del jardín y mamá no quiere saber nada con sacarlo afuera. Ni que le prenda la lámpara me deja la abuela.
Qué manía ésa de la luz. Como si algo tan lindo pudiera lastimar a alguien. Yo miro a cada rato el velador de mi pieza. Cierro un poco los ojos para que un solo rayo se me venga a la cabeza y entonces pienso que estoy cargando mis superpoderes. Después voy al patio y me tiro de la higuera y a veces me lastimo el pie pero la culpa es de la higuera no del velador. Yo a Pobrechico le prohibiría que subiera a la higuera, que sí es peligrosa y más para él que no la conoce y en una de ésas se cree que todas las ramas pueden sostenerlo. A menos que yo esté con él para poder decirle dónde poner el pie y dónde no.
Pero le abriría la ventana porque el sol es bueno, no como la higuera que a veces lastima los pies.
Con mi mamá no puedo hablar de estas cosas porque está la mayor parte del día encerrada en la pieza oscura con Pobrechico y mi papá apenas llega también se mete allí y yo me tengo que quedar afuera con mi abuela que se la pasa respirando fuerte. Yo entonces me acerco y le tiro de la pollera para que me escuche.
—¡Minga! —gritó el Diablo—. ¡A mí no me van a echar la culpa de todas las porquerías que pasan en el mundo! ¡Ya me tienen podrido!
El pobre Diablo tenía razón. Si había llovido demasiado, era culpa del Diablo; si la sequía se venía larga, era cosa del Diablo; si llegaba la peste, el Diablo había metido la cola.
Y cuando algo ponía contentos a los hombres, meta dar gracias a Dios y a todos los santos.
—¡Carajo, carajo y tres veces carajo! ¡Lo que es tener buena prensa! ¡Pero esto no va a quedar así!
Y se sentó a meditar en un brasero encendido.
Pensó y pensó, pero estaba demasiado enojado para tener buenas ideas.