Papitodo era principalmente un odo, así que usaba flequillo y zapatos redondos. Y era amable con todos. Por ejemplo, jamás pasaba al lado de una hormiga sin decirle buenos días y los gusanos, que son un poco lentos, los dejaba pasar primero.
Como bien se sabe, los odos suelen vivir en latitas de azafrán, pero Papitodo alquilaba un cuarto en la Lata de Arvejas del odo Pancho porque en ese tiempo escaseaban mucho las latitas.
Papitodo era pintor. Pintaba los faroles de la plaza, las chimeneas de los caracoles, los pasillos de las casas de las hormigas y, si lo dejaban, era capaz de pintar los pastitos uno por uno, porque Papitodo era un pintor de alma y le encantaba pintar, de colorado y de azul, a rayas y a cuadritos, del revés y del derecho, con brocha y con pincel. Así se iba a trabajar muy contento todas las mañanas.
Hubo un tiempo en que el Fondo del Jardín estaba lleno, llenísimo de odos. Había odos chicos y medianos, odos gordos y odos flacos, odos morochos, rubios y pelirrojos. Había unos odos muy estudiosos que se llamaban doctodos y otros odos más bien tímidos que se escondían detrás de las hojas del laurel.
Los odos vivían en latitas de azafrán y jugaban al fútbol con arvejas. Y se llevaban bien con todo el mundo, con los grillos, con las hormigas y con los gusanos.
Los odos son buena gente: trabajan y juegan o juegan y trabajan, según el día. Menos los odos chicos, que juegan y juegan, porque para eso son chicos, qué tanto.
Nicolodo era un odo mediano, más bien chico, aunque ya usaba pantalones largos y zapatos redondos. Pero Nicolodo trabajaba. Era mecánico de escarabajos en la calle del Hormiguero, cerca de la Plaza Margarita.
Cuando llegó no era más grande que una hormiga. Invisible, sí, pero una hormiga. Y entró sacando pecho como si fuera a comerse el mundo.
Dicen que se metió en el barrio como pancho por su casa. Como ciudadano ilustre.
Que empezó el atracón por lo más grande: por la calle principal a la hora en que los autos, la gente y los oficios parecen tener cuerda para rato.
Que se tragó las sirenas, dicen. Las bocinas, el ronroneo de los motores, las frenadas de los colectivos y el estornudo de un canillita.
Le decían «El Besuqueador» o «El Besuquero». ¡Y bien merecido por cierto!
Aquel muchacho tenía una costumbre rarísima.
¿Saben cuál? Pues besar a personajes famosos. Se lo pasaba viajando de un lado a otro, en compañía de su fotógrafa particular. Iba llevado —tan sólo— por su deseo de estampar sonoros besos en las mejillas de presidentes, actores, deportistas escritores, músicos, bailarines...
A cuanto personaje muy conocido lograba acercarse... ¡CHUIC!... le daba un beso. Su fotógrafa particular apresaba aquel momento en su maquinita: ¡CLIC!
Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan.
Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el día en que Juan lo había comprado— y que familiarmente respondía al nombre de Pucho.
Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al fin).
El sueño apenas era…, era tan apenas que definirlo minúsculo ya era hacerlo grande.
Sin embargo tenía tantas ganas de vivir, de ser…, de crecer, que se volvió un suspiro.
Primero voló por donde vuelan todos los sueños, sean grandes o pequeños, alrededor de la noche, sobre la luna. Paró de vez en cuando a descansar sobre el regazo de alguna que otra estrella, puesto que era tan… tan pequeñito que se cansaba.
Por este motivo y sin proponérselo se le fue pegando un poco de brillo de cada estela, de las estrellas en la que se posaba.
Y fue entonces que aún siendo tan sólo un suspiro, si decidía seguir creciendo mientras volaba, se hacía visible por culpa de esas chispitas que le vestían.
Al sueño le pareció divertido eso de ir señalando sus primeros pasos. Y jugando… y jugando… llegó bailando hasta los tejados.
De los tejados descendió para mirar por las ventanas. Entonces vio como los niños dormían, los vio felices y tranquilos. Todos los niños dormían menos uno, que con los ojos abiertos… ¡suspiraba y suspiraba!
Tanto suspiraba ese niño que en un… ¡suspirar! a ese sueño chiquitito lo respiró.
Entonces… el sueño que ya estaba dentro del niño comenzó a crecer… crecer… y crecer.
Por eso el sueño se sintió tan feliz, tan feliz se sentía según crecía dentro de aquel niño, que el niño también terminó sintiéndose feliz.
✿◕‿◕✿
Algunas historias cuentan que un día Dios trabajó con un poco de barro, usando toda la habilidad que tienen las manos de Dios.
Tenía ganas de hacer algo de lo que no tuviera que arrepentirse. Había hecho muchas cosas pensando que eran una obra perfecta, como el hombre o las arañas, pero después sólo sirvieron para las burlas del diablo.
No era grave que el diablo se burlase, ya se sabe que del diablo se puede esperar cualquier cosa. Lo grave era que tenía razón.
—¡Añámembuí! Dijo Dios para practicar un poco de guaraní, pero sin saber muy bien lo que estaba diciendo.
—¡Ahora las cosas van a ser diferentes!
Y las manos de Dios modelaron sin apuro, hasta que apareció el pájaro más pequeño y más hermoso.
Apenas era un trozo de barro, pero el ojo de Dios ya podía ver los colores irisados en esa mezcla de verde y azul que pensaba usar para su obra maestra.
Lo puso en una rama, dio un paso hacia atrás, para mirarlo mejor, y dijo:
—¡Qué envidia le va a dar al diablo!
Casi se arrepiente por tener esa clase de pensamientos, pero ya estaba cansado de arrepentirse, y entonces se dijo:
—Si yo no voy a poder pensar como se me dé la santísima gana...
Todo el mundo sabe que hay caminos verdes, caminos grises, caminos marrones, caminos rojos. Todo el mundo sabe que hay caminos derechos y caminos torcidos, que suben, que bajan, o suben y bajan.
Todo el mundo conoce esos caminos, pero muy pocos saben de los caminos olvidados.
Y es lógico que sea así. Si no, no serían caminos olvidados. ¿Qué cómo son esos caminos?
¿Qué dónde están?
Si fuera tan fácil responder, tampoco estaríamos hablando de caminos olvidados. Apenas están en la memoria de los que sueñan con una bicicleta roja y pelean y pelean hasta conseguirla.
Esos son los caminos ideales para una bicicleta roja. Y el Negro tenía una bicicleta nueva que podía correr más ligero que el viento.
¡Cómo brillaba la bicicleta nueva!
Bueno, eso de nueva era hasta por ahí nomás, porque le habían regalado una bicicleta herrumbrada que vaya a saber desde cuándo estaba en un galpón.
Pero su papá le había comprado las cubiertas, las cámaras, y un asiento.
Las llantas, el cuadro, el manubrio, el piñón, los pedales, eran una sola capa de herrumbre pero el negro frotó y frotó, gastó y gastó trapos con agua, con kerosén, con aceite.
Despacito, los pedales comenzaron a girar después de limpiarlos y aceitarlos una y otra vez.
El circo llegó al pueblo, y con el circo llegó el elefante.
—¡Estoy podrido! —fue lo único que se le oyó decir cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París, Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por las más grandes ciudades del mundo, y ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Saenz Peña, que seguramente también era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue donde dijo:
—¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron sorprendidos, porque no estaban acostumbrados a que anduviera protestando. Al contrario, tenía fama casi de demasiado manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron las jaulas de las fieras, y prepararon un desfile por las calles para que a todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía. Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de costumbre. Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del Chaco el elefante se había puesto a oler.
Fue un olor que le llegó de golpe, mientras descansaba tranquilamente en su jaula junto con abundante pasto y agua limpia, y fue como si la tierra se hubiera dado vuelta. Sintió apenas una especie de cosquilla que le hormigueaba desde la trompa hasta la punta de la cola, y de pronto supo de qué se trataba. Era el olor de los árboles, era el olor de un río, era el olor de la selva. Miró por entre los barrotes de su jaula y vio miles de pájaros que volaban y se posaban en los árboles, y miró los árboles.
Un lamento desgarrador recorría toda la planta de Limón:
—BUUUUUUUUUUuuuuuuuuuuuuaaaAAAAAAaaaaaaaahhhhHHHHH.
Este triste alarido pertenecía al renombrado Tito Nicolás Ciempiés, dueño de 50 patas izquierdas y otras tantas derechas. Ese día se festejaba el casamiento de Lulo y Lula Grillo y a él, al Ciempiés, se le había metido en la cabeza –tenía una sola- que debía ir a la fiesta con 100 relucientes zapatos.
Por supuesto que no tenía ni un solo par. Ni siquiera un par de cordones, o media zapatilla vieja. “Soy el bicho más desamparado de esta planta”, se lamentaba revoleando sus cuatro ojos.
En ese momento llegó la Mariposa encargada de repartir las invitaciones. Al darle la invitación, el Ciempiés la rechazó:
Los días en el zoológico eran lentos y aburridos.
Cuando los chicos lo visitaban encontraban bestias bostezando, holgazaneando y con un humor de humanos.
Se acercaba Carnaval y al león, autodeclarado Rey de los Animales, se le ocurrió hacer algo para levantar el ánimo del bicherío.
—¡Un baile de disfraces! —propuso con una garra al aire. Llamó a los monos, que solían escapar de su jaula y vagar por el lugar sin que nadie les dijera nada—. Inviten a todos a la fiesta —ordenó—. La condición: venir disfrazado de otro animal. Habrá premios para el más original, el más divertido y ¡elegiremos Reina y Rey del Carnaval del Zoo!
Cuando tiene hambre, la Pilaraña (que es un bicho horrible) silba. Ni abre la boca, ni le hace ruido la panza ni se le junta saliva entre los dientes. Silba para despistar...
Siempre anda por ahí algún Cascaroso distraído, de ésos que a la Pilaraña le gustan tanto, y se para a escuchar cómo la monstrua se silba un tango.
Entonces ella lo engancha del cuello del saco con una uña y se lo acerca a los anteojos para estar bien segura de que es un Cascaroso en buen estado, y se lo come. Sin masticar.
Por suerte, todos los Cascarosos (grandes y pequeños, raquíticos y obesos, sabihondos e ingenuos, santafesinos, cordobeses, porteños y de donde fueran) han hecho el Curso Práctico de Supervivencia en Panza de Pilaraña.
Una vez tragado por la Pilaraña, el Cascaroso prende un fósforo mientras cae por el esófago y ya en la panza abre el manual de bolsillo con las principales instrucciones:
Un señor tenía un pato que ladraba. Lo metió en un canasto con tapa y se fue a recorrer las plazas de los pueblos.
Le decía a la gente que tenía un pato que ladraba, pero nadie le creía. “Si me dan una moneda”, les decía, “se los muestro. Si no ladra, les devuelvo la moneda y les doy otra más”.
Entonces sacaba al pato (que como estaba un poco confundido no ladraba), le hablaba en la oreja para convencerlo y el pato ladraba.
Con el dinero que ganó gracias al pato, el señor se compró una motoneta (para él) y un carrito (para el pato).
El carrito tenía una sola rueda e iba enganchado a la motoneta como un sidecar. También le compró un casco al pato.
Un buen día, el señor encontró un gato que hacía mu, y también lo metió adentro del carrito. Se llevaba muy bien con el pato.
Otra cosa que me pasaba de chico es que perdía todos los útiles de la cartuchera, y a veces la cartuchera también. Mis padres debían comprarme cada día un nuevo lápiz, una nueva goma o un nuevo compás (¿todavía siguen usando compás y transportador en la escuela?), y una cartuchera por semana.
Yo creo que existen ciertas personas cuya atención sólo puede ser atrapada por algunos hechos muy llamativos, y no les queda atención para ninguna otra cosa. Es el día de hoy que sigo perdiéndolo todo: los lentes de sol, el control remoto del televisor, una ojota, los papeles donde anoto las direcciones en los viajes. Por eso, me paso buena parte de la vida buscando. Es curioso, porque por un lado debo buscar objetos -llaves, la agenda, una tarjeta-, pero también busco historias para contar, busco sabiduría en las historias de otros escritores, y busco la verdad.
Maximiliano era un chico que leía y leía sin parar.
En la biblioteca de su pueblo, no había un solo libro que no hubiera pasado por sus ojos. Hasta la guía de teléfonos, los prospectos de remedios y las recetas de cocina, se leía.
—Si seguís leyendo tanto te van a quedar los ojos abiertos y no los vas a poder cerrar más —le decía su mamá.
Un día de esos en los que no pasaba nada, Maxi caminaba por las calles vacías del pueblo. Era la hora de la siesta, y un vientito polvoriento enrulaba remolinos de hojas amarillentas aquí y allá.
Aburrido, pateaba una piedrita sonsa, como todas las cosas sonsas de este mundo. Pero de pronto, la piedrita se metió por debajo de un alto cerco.
—¡Ah, no! No te vas a ir así nomás —dijo Maxi.
El abuelo tenía un enorme jardín lleno de árboles. Le gustaba contar que por cada hijo y cada nieto, él plantaba un árbol.
Para el abuelo, cada nacimiento en la familia era toda una ceremonia. Después de conocer al recién llegado, iba al vivero y compraba un árbol para plantar en su jardín. Y cada vez elegía un árbol diferente. A veces, un roble grande y frondoso. Un plátano con su polvillo en primavera. Un álamo que algún día llegará al cielo, un sauce llorón.
El bosque del abuelo tenía las más diversas especies.
Algunos daban frutos riquísimos, otros sólo sombra en el verano. En el otoño había árboles que se quedaban sin hojas.
Cuando nació Teo, el abuelo plantó un ciruelo. Tardó en crecer, pero a los tres años dio tantas ciruelas que la abuela hizo varios frascos de un dulce dulce.
Y cuando cumplió cinco, una tarde en que el abuelo leía el diario y la abuela lavaba los platos del almuerzo, Teo se subió al árbol rebosante de hojas.
–¡Teo! ¡Teo! –llamaba la abuela preocupada.
–¡Teo! ¡Teo! –gritaba el abuelo asustado.
–Acá estoy –dijo Teo con voz de árbol.
Debido a que nos mudamos, tuve que cambiar de colegio a mi pequeño hijo de cinco años. No fue fácil tomar la decisión.
Intenté resistir: como los viajes en auto lo marean, propuse a mi esposa llevarlo yo mismo, caminando, hasta su antigua escuela.
Si el “Marco” de Edmundo De Amicis caminó de los Apeninos a los Andes para reencontrarse con su madre, ¿por qué no iba a poder yo caminar doscientas cincuenta cuadras con mi hijo a cococho para salvarlo de la tragedia de cambiar de colegio? Pero mi esposa imaginó la escena: yo, exánime, desmayado; a merced de transeúntes desconocidos.
–Ya sé –grité como una eureka, imbuido de una convicción mística–. Vivimos en una carpa de lunes a viernes, al lado del mismo colegio. Y los fines de semana, volvemos a la nueva casa.
Pero mi esposa sugirió que yo no sería capaz de recordar sacarme las zapatillas cada vez que ingresara en la carpa, por lo que nuestra vida se tornaría un infierno. Y cuando ya estaba dispuesto a pagar la primera cuota del helicóptero, la decisión gubernamental de robarnos nuestros ahorros dio por tierra con la idea.
De modo que había que cambiarlo de colegio.
–Hablale vos –le dije a mi mujer–. Es fácil; explicale que hay cosas mucho peores: terremotos, tiburones. Contale que los que se pierden en el Triángulo de las Bermudas no vuelven nunca más; mientras que a él, sólo lo vamos a cambiar de colegio.
Mi mujer escuchó en silencio las propuestas y respondió:
–Si le hablo yo, le hablo yo.
Pero no le habló. Pasaban los días y, en ocasiones, no le hablaba porque estaba a punto de comer y no quería ponerlo nervioso, porque justo le había comprado un juguete nuevo y no quería arruinar la sorpresa o porque, en ese momento, no lo veía preparado.
Reserva Natural Pizarro
Todos los chicos de Pizarro siempre buscan miel en el monte, al llegar la época, que es al inicio de la primavera. Y cuando encuentran los panales de las distintas abejas, se agarran unas alegrías bárbaras. Tanto criollitos como wichicitos se ponen contentos por la panzada que promete el hallazgo.
Los más especializados son los wichis, que llaman chabotaj o pinu a la miel, según la especie de abeja que la haya producido. A estos chicos, sus mamás les piden también que se fijen en qué parte del monte hay chaguar para recoger y poder hacer sus yicas, bolsas en las que guardan los frutos y las piezas que cazan los hombres, cuando salen por las tardes.
Y siempre les recomiendan que se fijen bien por dónde caminan, para no pisar una yarará o una ampalagua. Porque estas víboras andan por todo el monte, y son muy peligrosas, si se las molesta.
Pero lo cierto es que los chicos van y vienen y juegan libres en su ambiente. Aunque, de a ratos, ¡y como el calor es fuerte!, se detienen bajo los árboles que más sombra dan, como el palo santo, el palo borracho, el quebracho y la brea. Ahora, quietos bajo un ejemplar del primero, están a punto de comenzar sus charlas.
Patita es rengo de nacimiento. Camina dando saltos, apoyando solamente tres patas. La otra, más pequeña, queda en el aire bailando.
–¡Vamos, Patita! Hay que apurarse. Es tarde.
Cierto. Es tarde ya. Rila tiene que apurarse. Debe ser el primero en llegar. Es el presidente y el tesorero del club.
Hacen el camino de todas las mañanas. Desde la casa al almacén; del almacén al mercado y desde allí, a la cancha.
La cancha es un terreno baldío sin alambrar. Unas latas y un palo marcan el arco. A un lado, la vía del tren y la casa del guardabarreras.
En la pared, escrito con carbón, está el nombre del club: "El Porvenir", y con letra más gruesa: "Viva el Porvenir".
–¡Vamos, Patita! El partido del domingo será muy serio. Ya lo sabés.
Tiene razón Rila. El partido del domingo será muy serio. Hay que seleccionar once jugadores y tres suplentes. Hay que limpiar la cancha. No se trata del partido de siempre, entre ellos, donde dos muchachos eligen jugadores después de revolear una moneda. No. El domingo se jugará un gran partido: barrio contra barrio.
Conozco a Pobrechico desde que nació. Al principio no podía ni tocarlo. Mi mamá me había dicho que había que tener mucho cuidado porque esto y porque lo otro. Yo no entendía ni medio lo que me decía mi mamá y quería tocarlo.
Ni siquiera me dejaban acercarme a verlo. Yo me enojaba mucho porque había guardado algunas cosas para él y como me dijeron que iba a tener que esperar un poco para dárselas ahora, había que encontrarles un lugar para que no se perdieran, al menos hasta que Pobrechico dejara la pieza esa toda oscura. Pero ¿dónde se pueden guardar un caracol y seis bichos bolita? Ahora, la verdad, ¿qué mal le podían hacer un caracol y seis bichos bolita?
Ninguno. Caminarle por arriba un poquito. Y eso si no se los toca, porque en cuanto uno les muestra el dedo los caracoles se meten para adentro y los bichos bolita se enroscan y ya no se les ven más las patas. Está bien que se iban a traer un poco de sol del jardín y mamá no quiere saber nada con sacarlo afuera. Ni que le prenda la lámpara me deja la abuela.
Qué manía ésa de la luz. Como si algo tan lindo pudiera lastimar a alguien. Yo miro a cada rato el velador de mi pieza. Cierro un poco los ojos para que un solo rayo se me venga a la cabeza y entonces pienso que estoy cargando mis superpoderes. Después voy al patio y me tiro de la higuera y a veces me lastimo el pie pero la culpa es de la higuera no del velador. Yo a Pobrechico le prohibiría que subiera a la higuera, que sí es peligrosa y más para él que no la conoce y en una de ésas se cree que todas las ramas pueden sostenerlo. A menos que yo esté con él para poder decirle dónde poner el pie y dónde no.
Pero le abriría la ventana porque el sol es bueno, no como la higuera que a veces lastima los pies.
Con mi mamá no puedo hablar de estas cosas porque está la mayor parte del día encerrada en la pieza oscura con Pobrechico y mi papá apenas llega también se mete allí y yo me tengo que quedar afuera con mi abuela que se la pasa respirando fuerte. Yo entonces me acerco y le tiro de la pollera para que me escuche.
—¡Minga! —gritó el Diablo—. ¡A mí no me van a echar la culpa de todas las porquerías que pasan en el mundo! ¡Ya me tienen podrido!
El pobre Diablo tenía razón. Si había llovido demasiado, era culpa del Diablo; si la sequía se venía larga, era cosa del Diablo; si llegaba la peste, el Diablo había metido la cola.
Y cuando algo ponía contentos a los hombres, meta dar gracias a Dios y a todos los santos.
—¡Carajo, carajo y tres veces carajo! ¡Lo que es tener buena prensa! ¡Pero esto no va a quedar así!
Y se sentó a meditar en un brasero encendido.
Pensó y pensó, pero estaba demasiado enojado para tener buenas ideas.
Federico jugaba a las escondidas en el parque, con sus amigos.
Cuando se quiso acordar, estaba en medio de unos árboles enormes.
De uno de ellos colgaba una enredadera llena de campanitas violetas.
—Aquí me voy a esconder, nadie me podrá encontrar —dijo Federico.
Levantó la enorme planta colgante y se metió debajo. Ni bien apoyó su espalda en la corteza del árbol, el tronco hizo “CRAC...CRAC...”
Federico empujó con la mano y comprobó que se hundía.
—No puede ser... ¡este árbol está hueco! —pensó. Con todo su cuerpo hizo fuerza hacia atrás y el árbol se abrió como una cáscara de nuez. Se hubiera pegado un porrazo terrible si no fuera porque, cuando empezó a caer, su buzo quedó enganchado en una rama.
En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver hacia abajo un largo túnel y a lo lejos, muy, muy lejos, brillaba una lucecita.
—En una buena te metiste, Fede —se dijo a sí mismo.
Juanchu amaba a los dinosaurios.
Soñaba dinosaurios.
Dibujaba dinosaurios.
Coleccionaba dinosaurios.
Y al llegar su cumpleaños, ¿qué pidió?
Una fiesta de dinosaurios.
En una lista sus padres anotaron: invitaciones de dinosaurio, piñata y globos de dinosaurio, vasitos, mantel y servilletas de dinosaurio, y una enorme torta de dinosaurio con velitas de dinosaurio.
Entonces pensaron “así nos gusta, todo bajo control”.
–¿Puede ser de disfraces la fiesta?
–Sí, Juanchu. Sí.
¿Puede animarla mi tío Pepo?
–Sí.
–¡Seré el mejor dinosaurio para mi Juanchu! –dijo el tío Pepo y se desperezó.
–“...¡aaaaaaaggggghhhhh!...”
Después de un largo bostezo prometió aparecerse en el cumpleaños con un enorme disfraz azul.
–Lo que más me gusta es volar –dijo el sapo.
Los pájaros dejaron de cantar.
Las mariposas plegaron las alas y se quedaron pegadas a las flores.
El yacaré abrió la boca como para tragar toda el agua del río.
El coatí se quedó con una pata en el aire, a medio dar un paso. El piojo, la pulga y el bicho colorado, arriba de la cabeza del ñandú, se miraron sin decir nada. Pero abriendo muy grandes los ojos.
El yaguareté, que estaba a punto de rugir con el rugido negro, ese que hace que deje de llover, se lo tragó y apenas fue un suspiro.
El sapo dio dos saltos para el lado del río, mirando hacia donde iba bajando el sol, y dijo:
–Y ahora mismo me voy a dar el gusto.
–¿Está por volar? –preguntó el piojo.
–Los gustos hay que dárselos en vida, amigo piojo. Y hacía mucho que no tenía tantas ganas de volar.
Un pichón de pájaro carpintero se asomó desde un hueco del jacarandá:
–Don sapo, ¿es lindo volar? Yo estoy esperando que me crezcan las plumas y tengo unas ganas que no doy más. ¿Usted me podría enseñar?
–Va a ser un gusto para mí. Y mejor si lo hacemos juntos con tu papá, que es el mejor volador.
–Sí, mi papá vuela muy lindo. Me gusta verlo volar. Y picotear los troncos. Cuando sea grande quiero volar como él, y como usted, don sapo.
El piojo miraba y comenzaba a entender.
El yacaré seguía con la boca abierta.
El tordo y la calandria se miraron y decidieron que era hora de intervenir.
DERECHOS DE LA INFANCIA: NOMBRE Y NACIONALIDAD
¿Quién le puso el nombre a la luna?
¿Habrá sido la laguna, que de tanto verla por la noche decidió llamarla luna?
¿Quién le puso el nombre al elefante?
¿Habrá sido el vigilante, un día que paseaba muy campante?
¿Quién le puso el nombre a las rosas?
¿Quién le pone el nombre a las cosas?
Yo lo pienso todos los días.
¿Habrá un señor que se llama Pone nombres que saca los nombres de la Nombrería?
¿O la arena sola decidió llamarse arena y el mar solo decidió llamarse mar?
¿Cómo será?
(Menos mal que a mí me puso el nombre mi mamá.)
FIN ✿◕‿◕✿
DERECHOS DE LA INFANCIA: RESPETO
A Pirulo le gusta ir a la casa de su abuela porque en el jardín hay un estanque y el estanque está lleno de ranas.
Además le gusta ir por otras razones. Porque su abuela nunca le pone pasas de uva a la comida.
Y para él, que lo obliguen a comer pasas de uva es una violación al artículo 37 de los Derechos del Niño que prohíbe los tratos inhumanos.
Porque su abuela no le impide juntarse con los chicos de la ferretería para reventar petardos, de modo que goza de libertad para celebrar reuniones pacíficas, como estipula el artículo 15.
Porque su abuela no le hace cortar el pasto del jardín, lo que sería una forma de explotación, prohibida por el artículo 32.
Porque su abuela jamás lo lleva de visita a la casa de su prima. Según Pirulo, que lo lleven de prepo a la casa de su prima viola el artículo 11, que prohíbe la retención ilícita de un niño fuera de su domicilio.
Porque su abuela nunca limpia la pieza donde él duerme, así que no invade ilegalmente su vida privada. Artículo 16.
Porque su abuela jamás atenta contra su libertad de expresión oral o escrita –artículo 13–, de manera que puede decir todo lo que piensa sobre su maestra Silvina sin que su abuela se enoje.
DERECHOS DE LA INFANCIA: AUTONOMÍA Y PROTECCIÓN
"¿Qué vas a ser cuando seas grande?", me pregunta todo el mundo. Y aparte de contestarles: "Astrónomo" (o "colectivero del espacio"…, porque nunca se sabe…), tengo ganas de agregar otra verdad: "Cuando sea grande voy a tratar de no olvidarme de que una vez fui chico. "
Recuerdo que —cuando aún concurría al jardín de infantes— mi tía Ona me contó un cuento de gigantes. Después me mostró una lámina en la que aparecían tres y me dijo:
—Los gigantes sólo existen en los libros de cuentos.
—¡No es cierto! —grité—. ¡El mundo está lleno de gigantes!
¡Para los nenes como yo, todas las personas mayores son gigantes!
A mi papá le llego hasta las rodillas. Tiene que alzarme a upa para que yo pueda ver el color de sus ojos… Mi mamá se agacha para que yo le dé un beso en la mejilla… En un zapato de mi abuelo me caben los dos pies…
¡Y todavía sobra lugar para los pies de mi hermanita!
Las cosas andaban muy mal.
Porque Ana decía que su nombre era muy corto. Y, para colmo, capicúa.
Y Ángel vivía furioso pensando que con ese apelativo sólo podía ser bueno, lo que para toda una vida era mucho.
Y Domingo estaba harto de que en todas partes, su nombre apareciera escrito en rojo.
Y Soledad opinaba que su falta de amigos era culpa de llamarse así.
Y Bárbara, la pobre, era tan tímida que cuando decía “soy Barbará”, ni su mamá le creía.
Y Maximiliano Federico estaba enamorado de Enriqueta Jorgelina, pero tardaba tanto en hacer un corazón con los nombres que abandonaba en el intento mucho antes de empezar.
Y Rosa ya no soportaba que la llamaran clavel. Tanto peor para Jacinto Floreal, a quien los graciosos llamaban Nomeolvides. O Jazmín.
Elsa ya se había acostumbrado a ser Elsa-po. Pero Elena no quería que la llamen Elena-no.
Las cosas andaban muy mal. Nadie en el barrio estaba conforme con el nombre que le había tocado en suerte y, quien más quien menos, la mayoría se lo quería cambiar por otro.
El Intendente abrió un gran libro de quejas para que los vecinos explicaran su problema por escrito.
De chico fui muy malo jugando al fútbol: en lugar de la pelota, pateaba los tobillos; a veces festejaba un gol de los adversarios o perseguía al referí pensando que era un adversario.
Pese a todo, un día los chicos vinieron a buscarme, nuestro equipo debía enfrentar al barrio “El chorizo”, un equipo de chicos gordos, alimentados con toneladas de carne, porque eran hijos de trabajadores de un frigorífico.
Nuestro barrio, en cambio, era débil y propenso a la gripe.
Nuestros padres trabajaban en el molino harinero, y nosotros vivíamos comiendo fideos.
El día del partido, había tres de los nuestros con fiebre. Por eso vinieron a buscarme.
1º cuento: MONIGOTE EN LA ARENA
La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:
—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un monigote de seda y se fue.
Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.
—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.
El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!
—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los botones como hacía cuando se ponía nervioso.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.
—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.
La abuela Teresa tenía una hermana que se había ido a vivir a España. Aunque era su tía abuela, Romina la llamaba “la abuela Conce”, porque, según decía, tenía más cara de abuela, que de tía.
Todos los viernes, la abuela Teresa recibía una carta de la abuela Conce en un sobre chiquito y medio transparente, con una franja cruzada que decía “Vía Aérea” y montones de estampillas raras.
La abuela le contestaba, y el lunes, aunque estuviera diluviando, salía para el correo, con otro sobre que también decía “Vía Aérea”.
Una semana, el cartero no vino, y tampoco vino la siguiente. La abuela estaba preocupadísima. Primero, protestó contra el cartero; después contra el correo; y finalmente, contra el gobierno argentino, el rey de España y el servicio meteorológico. Finalmente se convenció de que algo malo tenía que haber pasado y llamó a su hermana por teléfono.
Había una vez un gato muy grande. Tan grande, pero tan grande, que no pasaba por ninguna puerta. Tan grande, pero tan grande, que cuando estaba enojado y hacía ¡FFFFF! Se volaban todas las hojas de los árboles. Tan grande, pero tan grande, que cuando hacía ¡MIAUUUU! Todos creían que habían llegado los bomberos porque había un incendio.
Y había también un gato muy chiquito. Tan chiquito, pero tan chiquito, que dormía en una latita de paté y, cuando hacía frío, se tapaba con un boleto capicúa. Tan chiquito, pero tan chiquito que, cuando andaba de acá para allá, todos lo confundían con una pelusa. Tan chiquito que, para verlo bien, había que mirarlo con microscopio.
El Gato Grande era muy famoso en el barrio.
Todos los vecinos hablaban de él y lo mimaban mucho.
—¡Qué gato tan hermoso! —decían.
—¡Los gatos grandes son hermosísimos! —decían.
El Gato Grande comía mucho. A la mañana bien temprano los vecinos le traían cinco palanganas de leche tibia. Al mediodía le traían una carretilla de hígado con mermelada (que era su comida favorita). A la tardecita le dejaban preparada una bañera de polenta, por si se despertaba con hambre en la mitad de la noche. Cuando los vecinos le traían la comida, el Gato Grande sonreía (porque algunos gatos saben sonreír) y se ponía a ronronear. Cuando el Gato Grande ronroneaba hacía un RRRRRRRRRRR tan fuerte que todos miraban para arriba porque creían que pasaba un helicóptero por el cielo.
♥ ¡¡¡PARA AGUSTÍN QUE APRENDIÓ A LEER!!! ★
1º CUENTO ► LA VISITA ◄
♥ DE KARINA ECHEVARRÍA ♥
A MATÍAS LE GUSTABA LA PALABRA “ODONTÓLOGO”. PORQUE ERA MUY LARGA Y TENÍA MUCHAS “O”. ADEMÁS ERA UNA PALABRA DE GRANDES. NUNCA SE LAS HABÍA ESCUCHADO A SUS COMPAÑEROS DEL COLEGIO, NI A LOS AMIGOS DEL CLUB. SOLAMENTE SE LA HABÍA ESCUCHADO A SU MAMÁ CUANDO LE DIJO:
—MATI, MIRÁ QUE EL LUNES VAMOS A VISITAR AL ODONTÓLOGO.
ÉL NO SABÍA MUY BIEN QUÉ SIGNIFICABA, PERO ERA UNA LINDA PALABRA, Y SU MAMÁ SE LO HABÍA DICHO CON UNA SONRISA, ASÍ QUE SEGURO ERA ALGO DIVERTIDO.
LLEGARON TEMPRANO Y LOS HICIERON ESPERAR EN UNA SALITA CON SILLAS Y REVISTAS PARA LEER. SE SENTARON. HABÍA OTROS CHICOS, CADA UNO CON SU MAMÁ O SU PAPÁ O ALGÚN ABUELO.
—MATÍAS LÓPEZ —DIJO UNA SEÑORITA, Y MATÍAS Y SU MAMÁ PASARON A OTRA SALITA DONDE LOS RECIBIÓ UN SEÑOR VESTIDO DE CELESTE Y CON UNA MÁSCARA QUE LE TAPABA LA BOCA Y LA NARIZ. LA SEÑORITA LE MOSTRÓ A MATÍAS UNA ESPECIE DE CAMILLA EN DONDE RECOSTARSE Y LE PUSO UN BABERO DE COLORES. DESPUÉS LA CAMILLA SE LEVANTÓ EN EL AIRE, ¡PARECÍA UN JUEGO DEL PARQUE DE DIVERSIONES!
MATÍAS HIZO TODO LO QUE EL DE LA MÁSCARA LE DIJO: ABRIÓ LA BOCA, MIRÓ LA LUZ, TRAGÓ AGUA, MOVIÓ LA LENGUA, CERRÓ LA BOCA.
EL ENMASCARADO LE DIO LA MANO AL FINAL Y LE REGALÓ UNA TARJETITA CON SU NOMBRE.
—MUY BIEN MATI —DIJO ANTES DE DESPEDIRLO—, TENÉS UNOS DIENTES MUY LINDOS.
—YA LO SE —RESPONDIÓ MATÍAS—, ME LOS LAVO TODOS LOS DÍAS, PORQUE MIS AMIGOS DICEN QUE IR AL DENTISTA ES TERRIBLE. YO NO SE PORQUE NUNCA FUI Y ESPERO NO IR NUNCA.
FIN ✿◕‿◕✿
Visto y leído en el blog de:
Camilo Rodríguez - Ilustración
http://camilodibujos.blogspot.com.ar/
1º cuento: FIESTITA CON ANIMACIÓN. Ana María Shua
Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen.
–¡Todos a saltar en un pie! –gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos, como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie.
–Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores!
Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la música en un frenesí colectivo.
–Cómo se divierten, qué piolas que son. ¿Te acordás qué bobitos éramos nosotros a los siete años? –le preguntó, sonriente, el padre de la cumpleañera a la mamá de uno de los invitados, gritándole al oído para hacerse escuchar.
–Y qué querés... Nosotros no teníamos televisión: tienen otro nivel de información –le contestó la señora, sin muchas esperanzas de que su comentario fuera oído.
No habían visto que Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces.
–Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia –dijo Conejito–, ¡Va a hacer desaparecer a una persona!
–¿A quién querés hacer desaparecer? –preguntó Ratón.
–A mi hermanita –dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono.
María Eugenia es una chica simpática y buena. Pero tiene un defecto: es muy, pero muy distraída.
La mamá de Maru, (porque todos le dicen Maru), trabaja en una oficina y le deja siempre mensajes en la heladera para que no se olvide de las cosas que tiene que hacer.
Un día le escribió con letra bien grande:
“Lavá los platos.
Sacá a pasear a Lucas.”
Lucas es un perrito pequinés que se la pasa haciendo piruetas y saltando entre almohadones.
Pero ese día, cuando la mamá de María Eugenia volvió, lo encontró todo mojado y temblando de frío. Y más grande fue su sorpresa cuando vio llegar a nuestra amiga con el cochecito de las muñecas y los platos adentro.
—Maru, ¿qué estás haciendo? ¿Qué le pasó a Lucas? —le preguntó.
Hace muchos años, cuando yo vivía en Reconquista, allá por el norte de Santa Fe, había llovido muchísimo.
Tanto había llovido que los caminos de tierra parecían flanes, gelatinas, cintas de sopa negra.
Nosotros teníamos que ir a otro pueblo y, como los colectivos se empantanaban en los flanes, las gelatinas y las sopas negras, había que viajar en tren. Aquellos trenes comían paladas de carbón, soltaban un humo negro que hacía bellos dibujos.
Empezaban las ruedas a traquetear sobre las vías
chu–cu–chú
chu–cuchú
chu–cuchú
chucuchú
cuchichú
chucuchú
chucuchú...
y un silbido largo acompañaba al humo que se desflecaba como una cabellera PFUIIiiii PFUiiii...
Primero era lindo, novedoso, vertiginoso. Pero después...
Venían largas paradas misteriosas. El tren se empacaba en medio del campo, como si obedeciera al capricho de algún Dios.
Las vacas de los campitos se cansaban de mirarnos y el guarda contestaba "¿Quién sabe?" a cualquier pregunta que se le hiciera.
Después de un montón de tiempo el frío era más frío y empezaba a faltar el agua y la comida. Y eso que siempre llevábamos una caja de zapatos con pollo, pan y manzanas. O milanesas y dulce de membrillo. Pero había que convidar y éramos muchas personas.
Los grandes comentaban sobre el estado de los caminos, la creciente del Paraná y si habría o no cosecha de algodón.
Después rezongaban, qué barbaridad, el gobierno.
Después se iban quedando callados.
Y a mí empezaba a darme sueño, tristeza y una rabia...
De pronto el tren caminaba de nuevo.
EL DULCE TERROR DE HALLOWEEN.
Autor: Pedro Pablo Sacristán
Había una vez una ciudad llamada Halloween en la que vivía un malvado fabricante de dulces y golosinas. Este, sabiendo que los papás no dejaban a sus hijos comer golosinas más de una vez a la semana para evitar las caries, inventó un plan para vender muchos más caramelos. Así, pagó a una pandilla de ladrones y bandidos quienes, disfrazados de horribles monstruos, aterrorizaron a todos.
Luego llenó la ciudad de anuncios que aseguraban que sus caramelos eran la única defensa posible contra aquellos terroríficos seres. Y como todo estaba preparado por el malvado fabricante, lo que decían los anuncios era verdad, y cuando los niños de la casa entregaban sus caramelos, los monstruosos bandidos los dejaban tranquilos y se iban.
Las ventas de caramelos se dispararon, pero de forma poco justa.
Mientras los niños de familias ricas acumulaban montones y montones de golosinas para protegerse de los malvados, los niños pobres sufrían las peores pesadillas al saber que no tenían ni un triste caramelo con el que calmar a los monstruos. Además, como los caramelos tenían tanto valor, los niños comenzaron a volverse egoístas y desconfiados, y resultaba imposible verlos compartir sus golosinas como siempre habían hecho.
Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba temporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios.
De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada.
Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.
Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar.
Un día el granjero de la granja puso un melón sobre el techo para que madurase al sol.
Allí estaba el melón, madurando. Y era tan redondo que parecía una luna.
Una luna color melón, brillando en medio de la mañana.
El viento del verano iba y venía sobre la casa, sobre el techo y sobre el melón.
“Din don, campanón”, se hamacaba el viento. “Din don, campanón”, se hamacaba el melón con el viento. Y era como si la luna se hamacase en el techo.
Por el lado más verde del campito, galopando y caracoleando, llegó el burro de la granja y frenó el trote cuando vio el melón hamacándose sobre el techo. Lo miró, lo miró, y dijo muy preocupado:
–¡La luna se descolgó del cielo! ¡Esta noche la granja se quedará sin luna!
Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.
Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.
—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también. Pero ¡qué sonrisa!
Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:
—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.
La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.
Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:
—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.
—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.
La letra H está harta de ser silenciosa y sale a buscar un sonido. Pero, durante su viaje, descubrirá algo muy importante…
El Congreso Anual de Vocales y Consonantes se desarrollaba con tranquilidad, cuando la H estiró una mano para pedir la palabra.
—Te escuchamos —le dijo la T, que presidía el encuentro.
La H carraspeó y, sin timidez, expuso:
—¡Estoy harta de ser silenciosa! ¡Quiero sonar!
El alboroto alfabético que se armó fue tremendo. La T llamó al orden y pidió a la H que se explicara mejor.
—Y… sí. Todas tienen sonido. Yo, nada. Chicas, aparezco en palabras tan importantes como “hijo”, “hogar” e incluso “hablar”, pero la gente ni me pronuncia y son pocos los que se acuerdan de mí y me utilizan al escribir. ¡Exijo mi derecho a sonar! Aunque sea parecido a otra letra.
—¿Y yo, qué? Sueno a U o a V. Si estaré en treinta palabras es mucho. Y no me quejo —le retrucó la W.
—No sabés el dilema que es compartir un sonido con otras —dijo la Q mirando de reojo a la C y la K, que asentían con las cabezas.
—A mí me pasa lo mismo. Encima somos víctimas de los horrores de ortografía —agregó la Z que compartía un triste destino con la S y la C.
—¡Yo, en minúscula, tengo punto como la J y no me hago tanto drama! —agregó la I—. Aunque confieso que es injusto que la U a veces se dé el lujo de tener dos y se las tira de ser otra letra.
—Tenés dos patas y dos brazos. Yo no puedo decir lo mismo —le gritó la M que vivía renegando por su parecido con la N y la Ñ, que además tenía sombrerito.
La H seguía emperrada.
1º cuento: LA CITA, Kestutis Kasparavicius
Dos globos se conocieron. Uno era azul y el otro rosa. Para ser más exactos, un chico conoció a una chica, y cada uno llevaba un globo.
Se habían conocido por teléfono y concertaron una cita. Para reconocerse habían acordado que cada uno llevaría un globo. El chico, uno azul, la chica, uno rosa. Se citaron en un parque, en un banco de madera. Al principio, se mostraban tímidos y en lugar de mirarse a los ojos, se miraban las puntas de los pies. Para los dos era la primera cita.
Los globos eran más atrevidos. Se saludaron y se frotaron las narices. Entablaron una animada conversación. Los globos se gustaron. El azul era un chico y el rosa una chica, como sus dueños.
El globo azul intentó besar en la mejilla al rosa. Pero el beso fue tan ardiente que estallaron.
Los chicos se asustaron, pero luego les dio la risa. Y entablaron una animada conversación sentados en el banco.
Al anochecer aún seguían en el banco, abrazados. Y aunque parezca extraño, no estallaron.
FIN
©KESTUTIS KASPARAVICIUS, Cosas que a veces pasan, Thule Ediciones, Barcelona, 2009.
Visto y leído en: Documenta mínima. Literatura condensada en la era de la brevedad
http://documentaminima.blogspot.com.ar/2012/07/cosas-que-veces-pasan-kestutis.html
1º Cuento: La luna roja
Había una vez un pequeño planeta muy triste y gris. Sus habitantes no lo habían cuidado, y aunque tenían todos los inventos y naves espaciales del mundo, habían tirado tantas basuras y suciedad en el campo, que lo contaminaron todo, y ya no quedaban ni plantas ni animales.
Un día, caminando por su planeta, un niño encontró una pequeña flor roja en una cueva. Estaba muy enferma, a punto de morir, así que con mucho cuidado la recogió con su tierra y empezó a buscar un lugar donde pudiera cuidarla. Buscó y buscó por todo el planeta, pero estaba tan contaminado que no podría sobrevivir en ningún lugar. Entonces miró al cielo y vio la luna, y pensó que aquel sería un buen lugar para cuidar la planta.
Así que el niño se puso su traje de astronauta, subió a una nave espacial, y huyó con la planta hasta la luna. Lejos de tanta suciedad, la flor creció con los cuidados del niño, que la visitaba todos los días. Y tanto y tan bien la cuidó, que poco después germinaron más flores, y esas flores dieron lugar a otras, y en poco tiempo la luna entera estaba cubierta de flores.
Por eso de cuando en cuando, cuando las flores del niño se abren, durante algunos minutos la luna se tiñe de un rojo suave, y así nos recuerda que si no cuidamos la Tierra, llegará un día en que sólo haya flores en la luna.
Autor: Pedro Pablo Sacristán
http://cuentosparadormir.com/infantiles/cuento/la-luna-roja
Ilustración: ©Diego Aldaz
http://diegoaldaz.blogspot.com.ar/
1º - MIRADA DE DRAGÓN
Aunque los dragones saben mucho, siempre tienen una mirada llena de asombro. Se asombran de las cosas que no conocen y de las cosas que conocen. A todo lo que conocen lo miran con ojos nuevos cada día y, si la mirada es nueva, las cosas son diferentes. Entonces se sorprenden de que haya tantas cosas nuevas en el mundo y les parece hermoso conocerlas.
—¡Qué hermosa flor! —dice un dragón negro.
—¡Muy hermosa! —contesta otro—. Es parecida a la que estaba ayer en este lugar.
—Sí, pero la que vimos ayer era cuando el sol estaba alto; ésta, con un sol de atardecer, me parece más hermosa.
—¡Qué hermosa flor! —dice el mismo dragón al amanecer del día siguiente.
—Sí —contesta el otro—. Muy parecida a otra que ya vimos. Pero con los rayos del sol del amanecer ésta es más linda.
Y vuelan hasta las montañas más altas, ésas donde las nieves están desde el primer día del mundo, contentos por haber descubierto una flor nueva. Entonces un dragón le dice al otro:
—¡Qué hermosa montaña! ¡Tiene toda la nieve del universo!
Y los dos sobrevuelan en grandes círculos el pico de esa montaña que acaban de descubrir y que ya sobrevolaron mil veces.
1º Cuento: MISTERIOS AL HILO
¿De qué color es mi abuela Rosa?
¿Qué marca de pantalones usa Bruce Lee?
¿Qué gusto tiene la Torre de Pisa?
¿Cómo se llaman los ascensores cuando bajan?
¿Cómo se entera uno cuando una cebra se levanta rayada?
¿Por qué es tan flaco el alambre?
¿Por eso mismo?
¿Con qué barre una bruja su casa?
¿Con una avioneta?
...Y los buzos, ¿Nunca se enojan de que los manden al fondo?
Si a un escarpín le dicen zoquete, ¿se agranda o se enoja?
¿Cómo harán para ser tan silenciosas las sierras de Córdoba?
...Y los zapatos, ¿hace mucho que aprendieron a desatarse solos los cordones?
“Misterios al hilo”, de Oche Califa. En Tuti-fruti. Ediciones Colihue. 1993. © Ediciones Colihue
Había una vez una casa enorme.
Tan grande era, que para abrir la puerta había que subirse a una escalera.
Adentro de la casa vivían dos gatos chiquititos, uno negro y uno blanco.
La gata blanca se llamaba Luna.
El gato negro se llamaba Noche.
Luna no podía vivir sin Noche.
Noche no podía vivir sin Luna.
Sobre los dos gatos vivían tres pulgas: Lucrecia, Damasia y Amaranta. Todos los días, las pulgas jugaban carreras de saltos entre las cabezas de Noche y de Luna.
A veces, Lucrecia picaba la oreja de la gata.
—Perdóname, Luna. No quise lastimarte —le decía.
El menor de los Álvarez nació porque los padres se obstinaron, y como después diría todo el mundo y ellos lo reconocerían, fue un capricho y una forma de desafiar a Dios y de tener al Diablo.
Seis hijos varones habían tenido los Álvarez y debieron quedarse conformes. Sobre todo el padre, el padre debió admitir que hay yeguas y vacas que paren siempre machos, y hembras que paren siempre hembras pero éste no era el caso de su mujer y él debió resignarse a no tener una hija, porque todos y él más que nadie sabían que si era varón el séptimo estaba condenado por el destino.
No porque antes hubiese nacido un lobizón en Campo del Banco, sino porque esto se sabía desde siempre.
Cuando nació el séptimo hijo de los Álvarez todo Campo del Banco supo que había un lobizón. Algunos ni esperaron que el muchacho creciera. No había cumplido un año cuando en el Almacén Iglesias se dijo que andaba una forma negra rondando la laguna. Esto se dijo una madrugada de domingo, cuando todos habían tomado bastante, lo suficiente al menos como para que cada uno comenzara a recordar algún miedo olvidado.
Y a partir de entonces todos lo vieron y lo volvieron a ver, algún viernes con luna, volviendo de algún lado. Unos decían que era un chancho y otros decían que era un zorro guará, pero más grande todavía. Las discusiones terminaban cuando llegaba el viejo Álvarez y la ginebra se volvía silenciosa, sórdida, tan silenciosa y sórdida que ni el viejo Álvarez la podía aguantar, y sin siquiera despedirse montaba su caballo y volvía de un galope.
Ahí estaba yo. Entre un montón de mapas enrollados como tubos y el armario con puertas de vidrio. Me pararon en ese lugar cuando estrenaron la biblioteca y ahí quedé hasta que pasaron las cosas.
La biblioteca se inauguró una mañana. Hubo gran revuelo en la escuela ese día. En principio, suspendieron las clases. Los únicos invitados a presenciar el acto fueron los maestros, los directores, los vices, los inspectores y, por supuesto, el intendente. Las autoridades se ubicaron ante la puerta. Cortaron una cinta, descubrieron una placa, aplaudieron y entraron (días más tarde la secretaria recordaría que olvidaron entonar el Himno).
Brillaba todo. El piso recién encerado, los vidrios de las ventanas, los libros forrados con papel araña azul, los frasquitos con formol conteniendo —por orden de aparición— un cerebro, una nariz, una dentadura perfecta, un par de ojos, una mano, una víbora y otros bichos muy bien conservados; el grupo de mapas, los retratos de próceres recolectados de todas las aulas para decorar un poco el ambiente y, por supuesto, yo: el esqueleto que estaba parado como un centinela.
Las personas allí reunidas recorrieron el salón con la mirada en pocos segundos y, en menos aún, descorcharon unas botellas de champán para acompañar —luego del brindis— las masas y sandwichitos de miga ubicados en cuatro escritorios con manteles blancos y almidonados para la ocasión. Concluido el acto, la gente se fue retirando, y a los pocos minutos una señora sacó los restos de comida, los vasos, los manteles y hasta los escritorios. Pasó un escobillón, bajó las persianas y así, en penumbras, abandonó el recinto inaugurado y nos encerró con llave.
Al día siguiente, la biblioteca se abrió apenas los chicos terminaron de cantar Aurora para izar la bandera.
De a un grado por vez, arrancando con los de séptimo, los alumnos empezaron a llegar con sus maestras a conocer el lugar. A casi todos se les ocurría lo mismo: pararse frente a la puerta, observar la placa, formar tomando distancia para no amontonarse al atravesar la puerta y entrar en silencio.
Hacían un recorrido que empezaba por los libros: los de texto por allí, las enciclopedias por acá, los de entretenimiento por el otro rincón, etcétera. (Había que aprender a distinguir unos libros de otros por el tamaño, ya que todos estaban forrados del mismo color.)
Continuaban por los mapas: los alumnos debían estar encantados de asistir a una escuela con semejante cantidad de material para conocer mejor la geografía del mundo. Acto seguido, un rápida mirada a los frascos con formol: el cerebro, la dentadura, (algunas maestras, algo impresionadas, desviaban la vista antes de llegar a la víbora mientras los chicos se baboseaban deslumbrados). Por último me mostraban a mi aclarando que el cuerpo humano está formado por 206 huesos y que eso (o sea yo) era una réplica perfecta.
La única persona que encaró las cosas de otra manera fue la señorita Ofelia.
Hijo de Glotón segundo y nieto de un gran Rey, Porquesí fue el gobernante más temible que hubo en las tierras del país. Apenas asumió el mando, al morir su padre, redactó la primera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo en plaza pública.
“Todo árbol de frutas que crezca en tierras del País —decía la orden— deberá ser entregado de raíz a este gobierno. Firmado: Porquesí.”
Sin protestar —porque nunca lo habían hecho—, los paisanos entregaron sus árboles a las autoridades, dejando sus propios jardines completamente vacíos.
Así fue como al llegar el tiempo de la recolección, el palacio se llenó de incalculables canastos de fruta, con las que el emperador hizo preparar dulces y más dulces. Tantos, que ni al cabo de largos años logró terminar de comer. Y fue durante esos años que, descuidados y hartos de frutos que nadie podía recolectar, los árboles se enfermaron y murieron, uno a uno, en las tierras del emperador.
Porquesí, entonces, redactó la segunda ordenanza que, en un largo bando fue leída en plaza pública.
“Tras la inesperada muerte de los árboles —decía la orden— y ante la falta de sus frutos, deberán entregar a este gobierno las risas de todos los chicos que habiten el País.”
Había una vez un cuento que contaba el mundo entero. Ese cuento en realidad no era uno solo, sino muchos más que empezaron a poblar el mundo con sus historias de niñas desobedientes y lobos seductores, de zapatillas de cristal y príncipes enamorados, de gatos ingeniosos y soldaditos de plomo, de gigantes bonachones y fábricas de chocolate. Lo poblaron de palabras, de inteligencia, de imágenes, de personajes extraordinarios. Le permitieron reír, asombrarse, convivir. Lo cargaron de significados. Y desde entonces esos cuentos han continuado multiplicándose para decirnos mil y una veces “Había una vez un cuento que contaba el mundo entero…”
Al leer, al contar o al escuchar cuentos estamos ejercitando la imaginación, como si fuera necesario darle entrenamiento para mantenerla en forma. Algún día, seguramente sin que lo sepamos, una de esas historias acudirá a nuestras vidas para ofrecernos soluciones creativas a los obstáculos que se nos presenten en el camino.