Papitodo era principalmente un odo, así que usaba flequillo y zapatos redondos. Y era amable con todos. Por ejemplo, jamás pasaba al lado de una hormiga sin decirle buenos días y los gusanos, que son un poco lentos, los dejaba pasar primero.
Como bien se sabe, los odos suelen vivir en latitas de azafrán, pero Papitodo alquilaba un cuarto en la Lata de Arvejas del odo Pancho porque en ese tiempo escaseaban mucho las latitas.
Papitodo era pintor. Pintaba los faroles de la plaza, las chimeneas de los caracoles, los pasillos de las casas de las hormigas y, si lo dejaban, era capaz de pintar los pastitos uno por uno, porque Papitodo era un pintor de alma y le encantaba pintar, de colorado y de azul, a rayas y a cuadritos, del revés y del derecho, con brocha y con pincel. Así se iba a trabajar muy contento todas las mañanas.
Hubo un tiempo en que el Fondo del Jardín estaba lleno, llenísimo de odos. Había odos chicos y medianos, odos gordos y odos flacos, odos morochos, rubios y pelirrojos. Había unos odos muy estudiosos que se llamaban doctodos y otros odos más bien tímidos que se escondían detrás de las hojas del laurel.
Los odos vivían en latitas de azafrán y jugaban al fútbol con arvejas. Y se llevaban bien con todo el mundo, con los grillos, con las hormigas y con los gusanos.
Los odos son buena gente: trabajan y juegan o juegan y trabajan, según el día. Menos los odos chicos, que juegan y juegan, porque para eso son chicos, qué tanto.
Nicolodo era un odo mediano, más bien chico, aunque ya usaba pantalones largos y zapatos redondos. Pero Nicolodo trabajaba. Era mecánico de escarabajos en la calle del Hormiguero, cerca de la Plaza Margarita.
Cuando llegó no era más grande que una hormiga. Invisible, sí, pero una hormiga. Y entró sacando pecho como si fuera a comerse el mundo.
Dicen que se metió en el barrio como pancho por su casa. Como ciudadano ilustre.
Que empezó el atracón por lo más grande: por la calle principal a la hora en que los autos, la gente y los oficios parecen tener cuerda para rato.
Que se tragó las sirenas, dicen. Las bocinas, el ronroneo de los motores, las frenadas de los colectivos y el estornudo de un canillita.
Le decían «El Besuqueador» o «El Besuquero». ¡Y bien merecido por cierto!
Aquel muchacho tenía una costumbre rarísima.
¿Saben cuál? Pues besar a personajes famosos. Se lo pasaba viajando de un lado a otro, en compañía de su fotógrafa particular. Iba llevado —tan sólo— por su deseo de estampar sonoros besos en las mejillas de presidentes, actores, deportistas escritores, músicos, bailarines...
A cuanto personaje muy conocido lograba acercarse... ¡CHUIC!... le daba un beso. Su fotógrafa particular apresaba aquel momento en su maquinita: ¡CLIC!
Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan.
Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el día en que Juan lo había comprado— y que familiarmente respondía al nombre de Pucho.
Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al fin).
El sueño apenas era…, era tan apenas que definirlo minúsculo ya era hacerlo grande.
Sin embargo tenía tantas ganas de vivir, de ser…, de crecer, que se volvió un suspiro.
Primero voló por donde vuelan todos los sueños, sean grandes o pequeños, alrededor de la noche, sobre la luna. Paró de vez en cuando a descansar sobre el regazo de alguna que otra estrella, puesto que era tan… tan pequeñito que se cansaba.
Por este motivo y sin proponérselo se le fue pegando un poco de brillo de cada estela, de las estrellas en la que se posaba.
Y fue entonces que aún siendo tan sólo un suspiro, si decidía seguir creciendo mientras volaba, se hacía visible por culpa de esas chispitas que le vestían.
Al sueño le pareció divertido eso de ir señalando sus primeros pasos. Y jugando… y jugando… llegó bailando hasta los tejados.
De los tejados descendió para mirar por las ventanas. Entonces vio como los niños dormían, los vio felices y tranquilos. Todos los niños dormían menos uno, que con los ojos abiertos… ¡suspiraba y suspiraba!
Tanto suspiraba ese niño que en un… ¡suspirar! a ese sueño chiquitito lo respiró.
Entonces… el sueño que ya estaba dentro del niño comenzó a crecer… crecer… y crecer.
Por eso el sueño se sintió tan feliz, tan feliz se sentía según crecía dentro de aquel niño, que el niño también terminó sintiéndose feliz.
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