Había una vez un niño que nunca había sido feliz, al terminar sus deberes, pasaba todo su tiempo libre en su habitación mirando la televisión y jugando con su ordenador. Un día cansado de todo ello, tomó una hoja de papel y se puso a dibujar. Trazó un círculo con un compás, con la regla dibujó un triangulo en su interior, cuando terminó de colorear su dibujo, entró por la ventana una pequeña mariposa dorada.
"Buenos días hermoso niño, yo puedo hacer cumplir tus deseos, pero sólo los buenos y justos que hay en tu mente".
Dicho esto la mariposa con un susurro de sus alas, hizo aparecer en el aire una escalera e invitó al niño a trepar por ella cada vez más alto.
Érase una vez un país muy, muy lejano. En él había un castillo con dos grandes y altas almenas desde las que se podía tocar la luna algunas noches; de hecho, a veces la luna hasta se quedaba a dormir en el tejado… Cerca del castillo había unas preciosas montañas de color azul desde las que todas las mañanas se despertaba el sol.
El castillo era de una pequeña princesa; los papás de la princesa le habían puesto por nombre Alina, porque consideraban que era un nombre muy apropiado para una princesa tan pequeña y bonita como su hija. En sus ratos libres a la princesa le gustaba pasear por los jardines de su castillo y dibujar en la pizarra que sus papás le habían puesto en su cuarto; además leía cinco cuentos todas las tardes.
Los maizales no sólo existen en Estados Unidos. Incluso en los Monegros, donde no hay agua suficiente casi ni para beber, se han empeñado en plantarlos. Y son como los que se ven en las películas, como los de Sleepy Hollow y su jinete sin cabeza: profundas extensiones de plantas delgadas como juncos, pero cubiertas de grandes hojas que se enmarañan y no dejan ver a tan siquiera unos metros de distancia. Son campos en los que te puedes perder si no andas con cuidado, en los que el sonido desaparece haciéndote sentir en otro mundo. Y, por supuesto, son el sitio ideal para esconder una historia de miedo.
Es por esto que Samuel, Tomás y Marina iban siempre que podían hasta el lindero de las plantaciones de maíz.
A Zilia le gustaba visitar a sus abuelos franceses, los cuales vivían en una casita en Fort Fleur, en Normandía. Le encantaba dormir en la buhardilla, con las estrellas brillando a través de los ventanucos, y también ir a ver a las vacas, las gallinas y los cerditos de las granjas circundantes. Pero lo que más le gustaba de todo era jugar por el bosque que crecía en torno a la casa.
Zilia era una niña a la que le gustaba mucho leer, sobre todo historias de aventuras y de misterio, pero, viviendo en la gran ciudad, le resultaba muy difícil imaginarse en una misteriosa selva, o en una montaña recóndita donde sólo se escuchaba el canto de los pájaros. Entre edificios y coches le costaba creer que hubiera duendecillos, o hadas. Sin embargo, en Fort Fleur todo parecía posible, y pasaba las mañanas y las tardes corriendo y soñando entre los árboles.
En la margen suroeste de la selva amazónica, el primer lunes de la primavera, nació Tinkus. A diferencia de los otros camaleones bebés de la maternidad, él no podía cambiar de color. Sin embargo, por muy evidente que eso fuese, sus padres no se dieron cuenta. Quizá estaban tan felices por traer un hijo al mundo que les impedía ver cualquier defecto. O quizá fue otra la razón, porque no sólo ellos lo pasaron por alto, sino también la matrona, los enfermeros, las pacientes y las visitas. Lo más probable es que haya sido la costumbre. Mimetizarse con el entorno estaba tan asumido como respirar. Sólo hacían ciertas referencias al color cuando necesitaban indicar la ubicación de algún amigo o pariente.