¡Otra vez me mandaron al rincón y me quedo sin ver los dibus de la tarde!
Fue por el pino que compró mi papá. Y porque se vació el tanque de agua mientras dormía la siesta mi hermanita… (Que se durmió mi mamá también, como dos horas). Y justo cortaron la luz. Y nosotros, sin agua. Y yo, al rincón.
La luz ya vino, pero igual me quedo sin ver los dibus de la tarde.
Es alto hasta mis rodillas, el pino. Mi papá lo plantó en el terreno. En el fondo lo plantó.
Yo tengo tres amigos: Matías, Leandro y Mariano. Con Fernando que soy yo, somos cuatro.
Nos divertimos joya en el terreno. Y más cuando duerme la siesta mi mamá. Y más ahora que está el pino que me llega hasta las rodillas. Porque cuando el pino crezca y se venga más alto que el techo, nosotros planeamos hacernos una casa. De esas casas en el árbol nos vamos a hacer. La vamos a armar con maderas. Ya estamos juntando los palos en el fondo.
Una vez, en un lugar llamado Yacuarebí, se reunieron muchos animales. Uno de ellos dijo así:
–A las palabras se las lleva el viento. ¿Qué les parece si nos encontramos todos los días para contarnos cuentos? Así después el viento se los puede llevar para que anden de lugar en lugar.
El mono fue el que habló así. Y enseguida todos le contestaron:
–¡Sí!
–Yo cuento primero –dijo un tucán que se había puesto un sombrero–. Y todos se sentaron a su alrededor, bastante cerca, para escuchar mejor.
Esopo. Fabulista griego. Los historiadores no están de acuerdo en cuanto al lugar de su nacimiento. Algunos lo ubican en Tracia y otros en Frigia. La época en que vivió también varía según los autores, aunque todos coinciden en que vivió alrededor del siglo 600 a. C. Sus fábulas pertenecen a lo que se denominó la época arcaica y fueron tan famosas que se utilizaban como libros de texto en las escuelas de Atenas.
Las fábulas de Esopo tienen su fuente en los relatos populares; los personajes son generalmente animales y tienen una enseñanza moral.
EL EMBUSTERO, Esopo
Un hombre enfermo y de escasos recursos prometió a los dioses sacrificarles cien bueyes si le salvaban de la muerte. Queriendo probar al enfermo, los dioses le ayudaron a recobrar rápidamente la salud, y el hombre se levantó del lecho. Más como no poseía los cien bueyes comprometidos, los modeló con sebo y los llevó a sacrificar a un altar, diciendo:
—¡Aquí tienen, ¡oh dioses!, mi ofrenda.
Los dioses decidieron también burlarse a su vez del embustero, y le enviaron un sueño que le instaba a dirigirse a la orilla del mar, donde inmediatamente encontraría mil monedas de plata.
No pudiendo contener su alegría, el hombre corrió a la playa, pero allí cayó en manos de unos piratas que luego lo vendieron. Y fue así como encontró las mil monedas de plata.
Moraleja: Quien trata de engañar, termina engañado.
Por los caminos del Universo, de estrella en estrella, viaja Uribí, la Madrina de las Palabras.
Lleva siempre con ella una cesta tejida con hilos de oro y plata.
Allí guarda con mucho cuidado, las semillas de las palabras.
Uribí, siempre está muy atareada.
Viaja en una estrella fugaz por el espacio celeste, para entregar su semilla a los niños y niñas que se preparan para viajar a la tierra y nacer.
Voy a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda.
Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había hecho polvo.
Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento…
Hace mucho tiempo, en los días en que los animales y las personas podían hablar entre sí y entenderse, un cazador salió a cazar con su arco y sus flechas.
A poco de andar, oyó un extraño ruido y se detuvo a escuchar. El sonido provenía de un agujero en el suelo. ¿Qué era lo que hacía ese ruido? Era una rata, una ratita que se había caído en un hoyo y no podía salir.
—¡Ayúdame! —le suplicó al cazador-. Por favor, bondadoso señor. ¡Ayúdame a salir de aquí!
El cazador inclinó su arco hasta el pozo. La rata subió por el arco y así pudo salir del agujero.
Yo me llamo Mirandolina y uso un vestido plateado.
Cuando era muy chiquita, me gustaba jugar a las escondidas con mis hermanos. Yo me iba corriendo, y me metía detrás de los corales rojos, o debajo de un ancla herrumbrada que había cerquita de la plaza de mi pueblo.
¡Qué azul era todo lo que me rodeaba! Azul y cristalino.
Después crecí, y mi mamá me dijo que ya era una señorita grande, que podía andar sola por el mundo.
¡El mundo!, pensaba. Y se me iluminaban los ojos.
Empecé a andar de aquí para allá, para conocerlo.
Había seres más chicos que yo, y seres más grandes que me parecían gigantes inmensos.
Algunos andaban ligero, y otros apenas se movían.
Pero yo tenía una gran curiosidad: había descubierto que algunos de mis hermanos cuchicheaban entre sí, y se contaban historias de cuando, una vez, habían podido conocer otro mundo distinto, que no era ni azul ni cristalino.
¡Qué tristeza!
En su cuevita redonda, el bicho se aburría. ¿Qué bicho era? Un bicho que todavía era Ningún Bicho y no encontraba a qué jugar para entretenerse. Para colmo su cuevita no tenía ventanas, ni puertas, ni chimenea ni nada. Era como un globo visto por dentro, y como Ningún Bicho jamás salía, ignoraba su nombre o dónde se hallaba.
Pero eso sí, calentito. Ningún Bicho estaba calentito.
El bicho Ningún Bicho se rompía el coco pensando qué hacer para no aburrirse.
¡Ya está!
¿Cómo no lo había pensado antes? pero sí.
Una ratita, hocico gris y patitas que andan más que el viento, quiso visitar a su amiga Ratita Azul, hocico blanco y patitas lerdas.
Preparó una canasta para llevar como regalo un huevito que sacó a una gorriona, sin que ésta se diera cuenta.
Entre pajas finas, las ratitas hablaron de muchas cosas y de tanto en tanto reían mostrando sus dientecitos de arroz.
Muy serias estaban cuando hablaron de gatos y lechuzas.
Asustadas, cuando comentaron acerca de la furia de la lluvia que inundó tantas cuevas.
Reían contándose una a la otra, cómo fue que robaron un trocito de pan o burlaron al perro, escondiéndose entre la leña.
Hace mucho, mucho tiempo, el duende Brincatablón, que era tan pícaro y ladrón, les robó la memoria a todas las abuelas y corrió a esconderse en la cueva del bosque donde vivía.
Una vez allí, tomó la almohada de su cama y le sacó el relleno de lana. Volvió a llenarla con su precioso botín y la cosió.
Desde entonces, cuando se iba a dormir, escuchaba una historia diferente cada noche, proveniente de las memorias de las miles de abuelas.
Así, el pícaro duende pensaba tener cuentos para oír durante toda su vida.
No se atrevía a contárselo a nadie. Ni siquiera a Tina, que la quería tanto. Tampoco a Bimbo, el gato de al lado. ¿Cómo decirles que estaba aprendiendo a volar? Además, ¿qué diría Tina si se enterara? Seguramente exclamaría asombrada: "¡Mi gata Niebla puede volar!", y entonces... ¡ZACATE!, su mamá llamaría al veterinario y...
¿Y Bimbo? ¿Le creería acaso? No; era tan tonto... Lo único que le importaba era comer y remolonear... Nunca creería que ella era una gata voladora. Imposible. No podía contárselo a nadie.
Así fue como Niebla guardo su secreto.
Una noche de verano voló por primera vez. Un rato antes había escuchado gritar a las estrellas. ¿Las había escuchado realmente?
Aburrido de recorrer la ciudad con su valija a cuestas para vender —por lo menos— doce manteles diarios, harto de gastar suelas, cansado de usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las manos. Desde ese momento, todos los feriados del mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa, practicando posturas frente al espejo. Al principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo de reiteradas pruebas el buen muchacho logró marchar del revés con asombrosa habilidad. Una vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de sus pies descalzos. Pronto pudo hacerlo y su destreza lo alentó.
El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.
El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.
Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado.
“La niña que iluminó la Noche” / “Switch on the Night” (Encender la Noche), es el libro para niños de Ray Bradbury.
Contado con un lenguaje poético en más de un sentido, es una historia que rescata, para los niños, la riqueza de la noche y sus habitantes. Aporta elementos útiles para tratar los miedos nocturnos comunes en la infancia.
Había una vez un muchachito a quien no le gustaba la Noche.
Le gustaban
linternas y lámparas
y antorchas y alumbrados
y faros y faroles
y velas y velones
y relumbrones y relámpagos.
Pero no le gustaba la noche.
Era una vez la Tierra.
Era una vez Marte.
Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias.
Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos!
Sin embargo, trataron de conseguirlo. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar.
Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito.
Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado.
Así la llamaban en el barrio: "Juanita del montón". No porque hubiera un montón de Juanitas, sino por su colección de montones.
Ninguna cosa le gustaba de a una. Ni de a dos ni de a tres.
De "a muchas" para arriba. Por lo menos, de "a montón".
Ya de chica, a los siete años, se enfurecía porque eran sólo siete y quería tener más.
Entonces sumaba los años de todos sus amigos (los cinco de Manuela, más los siete de Ramón, más los ocho de Susana, más los cuatro de Javier). Y los convertía en un montón.
EL DE ESTE CUENTO NO ES UN MONO COMO TODOS. NO PORQUE NO TENGA CARA DE MONO, PATAS DE MONO Y OJOS DE MONO, QUE SÍ LOS TIENE IGUAL QUE LOS DEMÁS. LA DIFERENCIA DE ÉSTE CON LOS OTROS MONOS DEL PLANETA SON SUS COSTUMBRES: ODIA LAS BANANAS Y ADORA LEER EL DIARIO.
DECIR QUE ESTE MONO DETESTA LAS BANANAS ES APENAS ALGO, PERO NO TODO: TAMPOCO LE GUSTAN LAS GALLETITAS QUE LE TIRAN LOS CHICOS CUANDO VISITAN SU JAULA, NO ACEPTA NUECES PELADAS, NI LECHUGA, NI TOMATES, NI MANZANAS, NI SOPA, NI GUISO, NI MILANESA CON PAPAS FRITAS. ESTE MONO COME PIZZA Y NADA MÁS.
En su fábrica patrón Palanca hacía bebidas con los residuos del petróleo. Pero nadie compraba esas bebidas porque eran negras y hacían venir dolor de barriga.
Entonces inventó una linda publicidad para convencer a la gente.
“Una bebida de Rey para la mamá, el papá y para vos.”
Todos la bebían…
Y él se hizo rico, muy rico, casi como el rey.
Los ricos son siempre amigos de los reyes y también patrón Palanca se hizo amigo.
Una noche fue a cenar a su castillo y le dijo: “¡Hagamos una gran guerra! Yo te construiré la ultrabomba y vos me darás cien ultramillones. Yo seré el más rico del mundo y vos el rey de toda la tierra”.
“Bien”, dijo el rey. “Pero ¿cómo hacemos para convencer a la gente que haga la guerra por nosotros?”.
“Me encargo yo”, dijo patrón Palanca. Se hizo jefe de la televisión e hizo un noticiero lindo como la publicidad y todas las noches decía:
“Es lindo combatir y morir por mí y por el rey”.
Había una vez un rey grande, en un país chiquito.
En el país chiquito vivían hombres, mujeres y niños.
Pero el rey nunca hablaba con ellos, solamente les ordenaba.
Y como no hablaba con ellos, no sabía lo que querían, y lo que no querían; y si por casualidad alguna vez lo sabía, no le interesaba.
El rey grande del país chiquito, ordenaba, solamente ordenaba; ordenaba esto, aquello y lo de más allá, que hablaran o que no hablaran, que hicieran así o que hiciera asá.
Tantas órdenes dio, que un día no tuvo más cosas que ordenar.
Entonces se encerró en su castillo y pensó, y pensó, hasta que decidió:
HABÍA UNA VEZ UNA SIRENA QUE VIVÍA POR EL RÍO PARANÁ. TENÍA SU RANCHITO DE HOJAS EN UN CAMALOTE Y ALLÍ PASABA LOS DÍAS PEINANDO SU LARGO PELO COLOR DE MIEL, Y PASABA LAS NOCHES CANTANDO, PORQUE SU OFICIO ERA CANTAR.
EN NOCHES DE LUNA LLENA
POR EL RÍO PARANÁ
UNA SIRENA CANTANDO VA.
POR AQUÍ, POR ALLÁ,
EL AGUA QUÉ FRÍA ESTÁ.
JUNCAL Y ARENA DEL PARANÁ,
UNA SIRENA CANTANDO VA.
ALAHÍ SE LLAMABA LA SIRENA Y, COMO ERA UN POCO MAGA, SABÍA GOBERNAR SU CAMALOTE Y REMONTARLO CONTRA LA CORRIENTE. A VECES IBA HASTA LAS CATARATAS DEL IGUAZÚ PARA DARSE UNA LARGA DUCHA FRESQUITA LLENA DE ESPUMA.