1º cuento: LA CITA, Kestutis Kasparavicius
Dos globos se conocieron. Uno era azul y el otro rosa. Para ser más exactos, un chico conoció a una chica, y cada uno llevaba un globo.
Se habían conocido por teléfono y concertaron una cita. Para reconocerse habían acordado que cada uno llevaría un globo. El chico, uno azul, la chica, uno rosa. Se citaron en un parque, en un banco de madera. Al principio, se mostraban tímidos y en lugar de mirarse a los ojos, se miraban las puntas de los pies. Para los dos era la primera cita.
Los globos eran más atrevidos. Se saludaron y se frotaron las narices. Entablaron una animada conversación. Los globos se gustaron. El azul era un chico y el rosa una chica, como sus dueños.
El globo azul intentó besar en la mejilla al rosa. Pero el beso fue tan ardiente que estallaron.
Los chicos se asustaron, pero luego les dio la risa. Y entablaron una animada conversación sentados en el banco.
Al anochecer aún seguían en el banco, abrazados. Y aunque parezca extraño, no estallaron.
FIN
©KESTUTIS KASPARAVICIUS, Cosas que a veces pasan, Thule Ediciones, Barcelona, 2009.
Visto y leído en: Documenta mínima. Literatura condensada en la era de la brevedad
http://documentaminima.blogspot.com.ar/2012/07/cosas-que-veces-pasan-kestutis.html
1º Cuento: La luna roja
Había una vez un pequeño planeta muy triste y gris. Sus habitantes no lo habían cuidado, y aunque tenían todos los inventos y naves espaciales del mundo, habían tirado tantas basuras y suciedad en el campo, que lo contaminaron todo, y ya no quedaban ni plantas ni animales.
Un día, caminando por su planeta, un niño encontró una pequeña flor roja en una cueva. Estaba muy enferma, a punto de morir, así que con mucho cuidado la recogió con su tierra y empezó a buscar un lugar donde pudiera cuidarla. Buscó y buscó por todo el planeta, pero estaba tan contaminado que no podría sobrevivir en ningún lugar. Entonces miró al cielo y vio la luna, y pensó que aquel sería un buen lugar para cuidar la planta.
Así que el niño se puso su traje de astronauta, subió a una nave espacial, y huyó con la planta hasta la luna. Lejos de tanta suciedad, la flor creció con los cuidados del niño, que la visitaba todos los días. Y tanto y tan bien la cuidó, que poco después germinaron más flores, y esas flores dieron lugar a otras, y en poco tiempo la luna entera estaba cubierta de flores.
Por eso de cuando en cuando, cuando las flores del niño se abren, durante algunos minutos la luna se tiñe de un rojo suave, y así nos recuerda que si no cuidamos la Tierra, llegará un día en que sólo haya flores en la luna.
Autor: Pedro Pablo Sacristán
http://cuentosparadormir.com/infantiles/cuento/la-luna-roja
Ilustración: ©Diego Aldaz
http://diegoaldaz.blogspot.com.ar/
1º - MIRADA DE DRAGÓN
Aunque los dragones saben mucho, siempre tienen una mirada llena de asombro. Se asombran de las cosas que no conocen y de las cosas que conocen. A todo lo que conocen lo miran con ojos nuevos cada día y, si la mirada es nueva, las cosas son diferentes. Entonces se sorprenden de que haya tantas cosas nuevas en el mundo y les parece hermoso conocerlas.
—¡Qué hermosa flor! —dice un dragón negro.
—¡Muy hermosa! —contesta otro—. Es parecida a la que estaba ayer en este lugar.
—Sí, pero la que vimos ayer era cuando el sol estaba alto; ésta, con un sol de atardecer, me parece más hermosa.
—¡Qué hermosa flor! —dice el mismo dragón al amanecer del día siguiente.
—Sí —contesta el otro—. Muy parecida a otra que ya vimos. Pero con los rayos del sol del amanecer ésta es más linda.
Y vuelan hasta las montañas más altas, ésas donde las nieves están desde el primer día del mundo, contentos por haber descubierto una flor nueva. Entonces un dragón le dice al otro:
—¡Qué hermosa montaña! ¡Tiene toda la nieve del universo!
Y los dos sobrevuelan en grandes círculos el pico de esa montaña que acaban de descubrir y que ya sobrevolaron mil veces.
1º Cuento: MISTERIOS AL HILO
¿De qué color es mi abuela Rosa?
¿Qué marca de pantalones usa Bruce Lee?
¿Qué gusto tiene la Torre de Pisa?
¿Cómo se llaman los ascensores cuando bajan?
¿Cómo se entera uno cuando una cebra se levanta rayada?
¿Por qué es tan flaco el alambre?
¿Por eso mismo?
¿Con qué barre una bruja su casa?
¿Con una avioneta?
...Y los buzos, ¿Nunca se enojan de que los manden al fondo?
Si a un escarpín le dicen zoquete, ¿se agranda o se enoja?
¿Cómo harán para ser tan silenciosas las sierras de Córdoba?
...Y los zapatos, ¿hace mucho que aprendieron a desatarse solos los cordones?
“Misterios al hilo”, de Oche Califa. En Tuti-fruti. Ediciones Colihue. 1993. © Ediciones Colihue
Había una vez una casa enorme.
Tan grande era, que para abrir la puerta había que subirse a una escalera.
Adentro de la casa vivían dos gatos chiquititos, uno negro y uno blanco.
La gata blanca se llamaba Luna.
El gato negro se llamaba Noche.
Luna no podía vivir sin Noche.
Noche no podía vivir sin Luna.
Sobre los dos gatos vivían tres pulgas: Lucrecia, Damasia y Amaranta. Todos los días, las pulgas jugaban carreras de saltos entre las cabezas de Noche y de Luna.
A veces, Lucrecia picaba la oreja de la gata.
—Perdóname, Luna. No quise lastimarte —le decía.
El menor de los Álvarez nació porque los padres se obstinaron, y como después diría todo el mundo y ellos lo reconocerían, fue un capricho y una forma de desafiar a Dios y de tener al Diablo.
Seis hijos varones habían tenido los Álvarez y debieron quedarse conformes. Sobre todo el padre, el padre debió admitir que hay yeguas y vacas que paren siempre machos, y hembras que paren siempre hembras pero éste no era el caso de su mujer y él debió resignarse a no tener una hija, porque todos y él más que nadie sabían que si era varón el séptimo estaba condenado por el destino.
No porque antes hubiese nacido un lobizón en Campo del Banco, sino porque esto se sabía desde siempre.
Cuando nació el séptimo hijo de los Álvarez todo Campo del Banco supo que había un lobizón. Algunos ni esperaron que el muchacho creciera. No había cumplido un año cuando en el Almacén Iglesias se dijo que andaba una forma negra rondando la laguna. Esto se dijo una madrugada de domingo, cuando todos habían tomado bastante, lo suficiente al menos como para que cada uno comenzara a recordar algún miedo olvidado.
Y a partir de entonces todos lo vieron y lo volvieron a ver, algún viernes con luna, volviendo de algún lado. Unos decían que era un chancho y otros decían que era un zorro guará, pero más grande todavía. Las discusiones terminaban cuando llegaba el viejo Álvarez y la ginebra se volvía silenciosa, sórdida, tan silenciosa y sórdida que ni el viejo Álvarez la podía aguantar, y sin siquiera despedirse montaba su caballo y volvía de un galope.
Ahí estaba yo. Entre un montón de mapas enrollados como tubos y el armario con puertas de vidrio. Me pararon en ese lugar cuando estrenaron la biblioteca y ahí quedé hasta que pasaron las cosas.
La biblioteca se inauguró una mañana. Hubo gran revuelo en la escuela ese día. En principio, suspendieron las clases. Los únicos invitados a presenciar el acto fueron los maestros, los directores, los vices, los inspectores y, por supuesto, el intendente. Las autoridades se ubicaron ante la puerta. Cortaron una cinta, descubrieron una placa, aplaudieron y entraron (días más tarde la secretaria recordaría que olvidaron entonar el Himno).
Brillaba todo. El piso recién encerado, los vidrios de las ventanas, los libros forrados con papel araña azul, los frasquitos con formol conteniendo —por orden de aparición— un cerebro, una nariz, una dentadura perfecta, un par de ojos, una mano, una víbora y otros bichos muy bien conservados; el grupo de mapas, los retratos de próceres recolectados de todas las aulas para decorar un poco el ambiente y, por supuesto, yo: el esqueleto que estaba parado como un centinela.
Las personas allí reunidas recorrieron el salón con la mirada en pocos segundos y, en menos aún, descorcharon unas botellas de champán para acompañar —luego del brindis— las masas y sandwichitos de miga ubicados en cuatro escritorios con manteles blancos y almidonados para la ocasión. Concluido el acto, la gente se fue retirando, y a los pocos minutos una señora sacó los restos de comida, los vasos, los manteles y hasta los escritorios. Pasó un escobillón, bajó las persianas y así, en penumbras, abandonó el recinto inaugurado y nos encerró con llave.
Al día siguiente, la biblioteca se abrió apenas los chicos terminaron de cantar Aurora para izar la bandera.
De a un grado por vez, arrancando con los de séptimo, los alumnos empezaron a llegar con sus maestras a conocer el lugar. A casi todos se les ocurría lo mismo: pararse frente a la puerta, observar la placa, formar tomando distancia para no amontonarse al atravesar la puerta y entrar en silencio.
Hacían un recorrido que empezaba por los libros: los de texto por allí, las enciclopedias por acá, los de entretenimiento por el otro rincón, etcétera. (Había que aprender a distinguir unos libros de otros por el tamaño, ya que todos estaban forrados del mismo color.)
Continuaban por los mapas: los alumnos debían estar encantados de asistir a una escuela con semejante cantidad de material para conocer mejor la geografía del mundo. Acto seguido, un rápida mirada a los frascos con formol: el cerebro, la dentadura, (algunas maestras, algo impresionadas, desviaban la vista antes de llegar a la víbora mientras los chicos se baboseaban deslumbrados). Por último me mostraban a mi aclarando que el cuerpo humano está formado por 206 huesos y que eso (o sea yo) era una réplica perfecta.
La única persona que encaró las cosas de otra manera fue la señorita Ofelia.
Hijo de Glotón segundo y nieto de un gran Rey, Porquesí fue el gobernante más temible que hubo en las tierras del país. Apenas asumió el mando, al morir su padre, redactó la primera ordenanza que, en un largo bando, fue leída al pueblo en plaza pública.
“Todo árbol de frutas que crezca en tierras del País —decía la orden— deberá ser entregado de raíz a este gobierno. Firmado: Porquesí.”
Sin protestar —porque nunca lo habían hecho—, los paisanos entregaron sus árboles a las autoridades, dejando sus propios jardines completamente vacíos.
Así fue como al llegar el tiempo de la recolección, el palacio se llenó de incalculables canastos de fruta, con las que el emperador hizo preparar dulces y más dulces. Tantos, que ni al cabo de largos años logró terminar de comer. Y fue durante esos años que, descuidados y hartos de frutos que nadie podía recolectar, los árboles se enfermaron y murieron, uno a uno, en las tierras del emperador.
Porquesí, entonces, redactó la segunda ordenanza que, en un largo bando fue leída en plaza pública.
“Tras la inesperada muerte de los árboles —decía la orden— y ante la falta de sus frutos, deberán entregar a este gobierno las risas de todos los chicos que habiten el País.”
Había una vez un cuento que contaba el mundo entero. Ese cuento en realidad no era uno solo, sino muchos más que empezaron a poblar el mundo con sus historias de niñas desobedientes y lobos seductores, de zapatillas de cristal y príncipes enamorados, de gatos ingeniosos y soldaditos de plomo, de gigantes bonachones y fábricas de chocolate. Lo poblaron de palabras, de inteligencia, de imágenes, de personajes extraordinarios. Le permitieron reír, asombrarse, convivir. Lo cargaron de significados. Y desde entonces esos cuentos han continuado multiplicándose para decirnos mil y una veces “Había una vez un cuento que contaba el mundo entero…”
Al leer, al contar o al escuchar cuentos estamos ejercitando la imaginación, como si fuera necesario darle entrenamiento para mantenerla en forma. Algún día, seguramente sin que lo sepamos, una de esas historias acudirá a nuestras vidas para ofrecernos soluciones creativas a los obstáculos que se nos presenten en el camino.
Había una vez un Por qué que estaba en la página 819 de un diccionario. Se cansó de estar siempre en el mismo sitio y, aprovechando una distracción del bibliotecario, ¡pies para que os quiero!, mejor dicho: pie para que te quiero, salió saltando a la pata coja sobre la patita de la q. Lo primero que hizo fue fastidiar a la portera.
—¿Por qué no funciona el ascensor? ¿Por qué el administrador de la comunidad no lo manda a arreglar? ¿Por qué no hay luz en el rellano del segundo piso?
La portera tenía que hacer, que responder; a un Por qué tan preguntón, la incomodaba. Lo persiguió con la escoba hasta la calle y le gritó muy enfadada que no volviera nunca más.
—¿Por qué me hecha? —preguntó indignado el Por qué— ¿Porque digo la verdad?...
Y se fue por el mundo con ese vicio de hacer preguntas, me toman siempre como un impertinente, como si fuera un cobrador de impuestos al que hay huir.
—¿Por qué la gente tira al suelo los papeles en lugar de echarlos en las papeleras que el ayuntamiento pone para eso? ¿Por qué los automovilistas tienen tan poco respeto a los pobres peatones? ¿Por qué los peatones son tan imprudentes?
Que sean niños, y no clientes de las compañías de celulares, o vendedores de rosas en los bares, o estrellas descartables de la televisión.
Niños, no limpiavidrios en los semáforos, o botín de padres enfrentados o repartidores de estampitas en los subtes.
Que no sean niños soldados, los niños. Que sean niños los niños, simplemente. Que no sean foto de un portal pornográfico. Que no sean los habitantes de un reformatorio.
Que no sean costureros en talleres ilegales de ningún lugar del mundo.
Que sean niños los niños, y no un target.
Que no sean los que pagan las culpas. Los que reciben los golpes. Los bombardeados por publicidad. Que sean niños los niños. Todo lo aniñados que quieran. Todo lo infantiles que quieran. Todo lo ingenuos que quieran. Que hagan libremente sus niñerías.
Que se dediquen a ser niños y no a otra cosa.
Dicen que en un país muy lejano, en un precioso valle, existía un pueblo rodeado de bosques que, como todos los pueblos, tenía una plaza.
Dicen también que en el centro de la plaza había un árbol enorme que todos conocían como el ÁRBOL DE LA PALABRA.
Cuentan que los niños y las niñas del pueblo, al atravesar cada día la plaza para ir a la escuela, se preguntaban de dónde venía su nombre.
Se lo preguntaron a la maestra, pero ésta no les pudo contestar porque, cuando ella nació, el árbol ya estaba allí.
Tenían tanta curiosidad que un día la profesora les invitó a que preguntaran a sus padres y madres, a sus abuelos y abuelas y a todas aquellas personas que podrían conocer la procedencia de un nombre tan extraño para un árbol.
¿UN PEQUEÑO GRAN CUENTO? o ¿un gran cuento pequeño? de Silvia Beatriz Zurdo
Había una vez un gigante que vivía en una gigantesca casa, con altísimos portones y grandes ventanales.
El gigante tenía un perro inmenso que dormía en una gran cucha y comía enormes huesos.
Su extenso jardín lucía frondosos árboles que cada primavera se cubrían de bellas flores multicolores.
Al lado de la casa del gigante vivía un pequeño hombrecito en una diminuta casa con microscópicas ventanas.
El hombrecito tenía un pequeño perro. Su cucha era una miniatura y los huesos que comía eran casi invisibles.
En su mínimo jardín florecía una flor blanca en una pequeña maceta.
Quienes conocen un lápiz saben que es parecido a una varita mágica, una batuta de director de orquesta y con la forma de un pararrayos, aunque más pequeño.
Es una herramienta poderosa, como las espadas de Guerra de las Galaxias, pero sin luz, y sin hacer daño; pero es poderosa.
Podría decirles que pueden contar lo que quieran, pero eso no ayuda, voy a dar ejemplos.
Con un lápiz se puede contar nuestra vida, igual a cómo es; o contarla tal como nos gustaría que fuera. Se pueden contar historias que vimos y que nos gustaron mucho, o que no nos gustaron nada: contarlas para no sentirnos solos con eso que vivimos.
Se puede inventar una historia que parezca real. Se puede inventar una donde todo es mágico y ocurren los fenómenos más imposibles.
Podemos contar chistes que hagan reír, o historias que sean tan tristes que hagan llorar.
Podemos intentar escribir historias para hacernos famosos, o para que nos miren con más respeto. Para llamar la atención de una chica o un chico en especial.
Podemos hacer una denuncia: “Tal persona miente” “Tal otra persona hace algo que está mal”. Y a eso se puede escribirlo con forma de cuento inventado, o directo, tal cual lo sabemos.
También se puede hacer una propuesta: “Me gustaría que…”
¿Por qué deberían creernos los niños cuando decimos que leer es importante? Durante décadas fue tan evidente que ni siquiera parecía necesario hablar de esto: era obvio que te iba a ir mejor si sabías leer. Para tener más posibilidades; para poder elegir y no estar condenado a lo que sobra. Leer era necesario, sencillamente, para vivir mejor. ¿Por qué hoy necesitamos insistir en la importancia de la lectura? ¿Cuándo dejó de ser evidente?
No es lo mismo cuando en los comienzos del siglo se hablaba de leer, ni cuando se llevaron adelante campañas nacionales de alfabetización, que el hecho de que hoy estemos destacando el valor de la lectura. En aquellas oportunidades, esa "importancia" estaba asociada incuestionablemente a la esperanza. Hoy, hablar de la importancia de leer, tiene un sabor amargo, de gesto desesperado que lucha contra la corriente, de fracaso.
¿Desde cuándo dejó de ser necesario leer para vivir mejor?
¿Cuándo empezó a ser claro que el reconocimiento social, la posición económica y el éxito no dependían de la cultura que se tuviera, ni de leer?