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Cuento: EL CAMPO NO HUELE TAN MAL, de Esperanza Fabregat


A mí antes no me gustaban ni el campo ni las chicas, porque huelen raro. Pero ahora ya no me importa.
Y todo porque Juani, que es nuestra profe de extraescolares, dijo que teníamos que pasar un día al aire libre, como si el aire de aquí estuviera en una cárcel o algo parecido, y a mí me entró el tembleque. El campo huele a caca de vaca y me dan ganas de vomitar solo con pensarlo. La última vez que vomité en una excursión todos se rieron de mí y me costó meses que dejaran de llamarme el potas. Como Juani lo sabe, me guarda sitio en los primeros asientos del autobús, con los más pardillos, para darme la bolsita de papel en cuanto me empiezo a poner blanco.

Así que subí al autobús y me tuve que sentar con Juanma, que también vomita siempre porque su madre le hace unos desayunos que no me extraña nada. Yo me fui tapando la nariz todo el rato y mirando por el rabillo del ojo a los que iban sentados detrás, que no hacían más que reírse.

El viaje se me hizo muy largo, larguísimo, y encima no tenía la consola, que es con lo que yo me entretengo en los coches, porque Juani dijo que era «día sin maquinitas». Debe de pensar que son el enemigo y, cada vez que salimos todo el grupo, nos las prohíbe. Los del fondo iban cantando canciones de esas de autobús, pero se les acabaron y tuvieron que repetir, de tan lejos como fuimos. Al llegar, yo me bajé con la bolsita de papel y busqué corriendo dónde tirarla sin que me vieran, pero no fue fácil, porque en el campo no hay papeleras. Aunque este no era un campo-campo, que había edificios a lo lejos. Por eso tuvimos que andar un montón hasta llegar a una explanada rodeada de árboles donde no había casas, ni papeleras, ni ruido de coches.

No había nada más que árboles, piedras y ese olor raro como de tienda de jabones que se te mete por la nariz y ya no se va en todo el día.

Nos sentamos a comernos los bocadillos, porque el campo siempre da hambre, y a mí se me empezó a quedar la boca seca y el pan se me pegaba en la garganta. Busqué en la mochila que me había preparado yo, porque Juani se empeña también en que preparemos lo que necesitamos nosotros solos, como si no tuviéramos padres, pero no encontré ninguna botella de agua.

Si mamá hubiera hecho la mochila, eso no habría pasado, así que me fui, bastante enfadado, hasta la profe:

–Que no tengo agua en la mochila –le dije.

–¿Se te ha olvidado?

Jolines con Juani.

–No sé, que no está. –Puse cara de gatito pidiendo leche, que con mamá siempre funciona.

–Pues tendrás que acercarte hasta el río a buscarla.

Estiré más los labios hacia abajo y pestañeé un par de veces.

Pero nada.

Resulta que Juanma y Candela también se habían olvidado de sus botellas de agua, así que nos juntamos los tres para ir al río.

Tuvimos que andar durante dos canciones y para cuando vimos el agua a lo lejos yo estaba a punto de meterle a Juanma un calcetín en la boca a ver si se callaba, porque vaya voz de pito que tiene. Eso de andar y cantar a la vez nos los enseñó Juani el año pasado, camino del zoo, porque dice que así se pasa el tiempo más rápido. Pues cuando llevábamos dos canciones, vimos el río y echamos a correr. Juanma dijo que iba a cazar una rana, pero se escurrió en una piedra de la orilla y casi se cae al suelo. Llegamos hasta él cuando se nos pasó la risa y entonces nos dimos cuenta de lo peor: no teníamos botellas ni cantimploras ni nada.

Juanma dijo que teníamos que volver y Candela que mejor volvía uno solo, así que lo votamos. Yo tendría que haber votado con mi amigo, pero es que Candela puso esa cara que yo no supe ponerle a Juani, que a ella sí que le funcionó, y dije que sí, que mejor volvía uno solo. Lo echamos a suertes y al final le tocó a Juanma.

Como teníamos que hacer tiempo, nos pusimos a mirar al agua para ver si encontrábamos una rana. Yo pensaba que a las chicas les daban asco los bichos, pero cuando vimos algo que saltaba unos pasos más allá de la orilla, Candela se quitó las deportivas y los calcetines, se remangó los pantalones y metió la mano hasta el codo en el río sin asustarse ni dar grititos. En seguida sacó una rana pequeña y me la ofreció con la palma extendida. A mí sí me dio un poco de asco, la verdad, pero no quería decírselo por no parecer un cobardica. Respiré hondo antes de tocarla y me pareció que el aire olía como el armario de las toallas de la abuela. Igual no todo el campo olía a caca de vaca y a tienda de jabones.

Candela dijo que si quería me enseñaba a cazar ranas y se acercó para explicarme cómo tenía que agacharme sin hacer ruido. Se puso delante de mí y me quedé mirando un mechón pequeño que se le escapaba de la coleta justo en medio del cuello. Se me pasó la sed, se me pasó el asco y me puse tan nervioso que me metí al agua con zapatillas y todo, pero ella hizo como si no lo hubiera visto y no me regañó ni me dijo que era un torpe.

Al verme así, con agua hasta los tobillos y las deportivas empapadas, me dio tanta risa que me caí de culo en el agua y con todo el jaleo no quedó un bicho que cazar en mil kilómetros a la redonda. Ella también se reía, pero no eran risas como cuando lo del potas. Era como si le hubiera contado un chiste muy gracioso.

Juanma llegó con dos cantimploras que le había prestado Juani y nos dijo que éramos tontos y que teníamos que darnos prisa porque todos nos estaban esperando. Yo creo que estaba enfadado por haber tenido que darse el paseo, pero le había tocado a suertes. Como yo ya estaba mojado, me encargué de hundir las cantimploras en el agua sin soltarlas hasta que dejaron de salir burbujitas, que quiere decir que están llenas, y a Juanma se le pasó el enfado cuando le contamos lo de la rana.

El camino de vuelta lo hicimos cantando, pero esta vez Juanma desafinó menos, casi nada. Juani me obligó a ponerme la ropa de repuesto cuando me vio todo mojado y, como les contamos lo de la rana, todos quisieron ir hasta el río. Esa vez no me acerqué al agua porque ya no tenía más ropa y porque Candela se quedó conmigo explicándome que no hay que tocar algunas plantas porque luego te pica la mano y te llenas de ronchas.

Ella sabe mucho del campo porque va al pueblo de sus abuelos en vacaciones.

Antes de que se hiciera de noche volvimos al autobús. Pasé por delante de Juani, pero no me senté con ella porque sabía que no iba a vomitar, aunque me había comido el segundo bocadillo.
Y me llené mucho la nariz de aire antes de subir para que no se me olvidara el olor del campo. El viaje de vuelta se me hizo muy corto, cortísimo. Y luego, con Candela en el asiento de al lado, me parecía que seguía oliendo al armario de toallas de la abuela.



FIN


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Visto y leído en:
Cuentos para educar sobre ocio y tiempo libre (PDF) - Dirigidos a niñas y niños de entre 6 y 12 años
Autores: Raquel Míguez - Clara Redondo - Esperanza Fabregat.
Ilustraciones: Rubén Jiménez “El Rubencio”.
Edita: CEAPA (CONFEDERACIÓN ESPAÑOLA DE ASOCIACIONES DE PADRES Y MADRES DE ALUMNOS)
https://www.observatoriodelainfancia.es/oia/esp/documentos_ficha.aspx?id=3842
https://www.observatoriodelainfancia.es/ficherosoia/documentos/3842_d_Cuento-ocio-tiempo-libre.pdf


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1 comentarios:

  1. Yo habia buscado un resumen y solo me aparece por que huele mal en Zaragoza

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