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Cuento: DÓNDE ESTÁ MI VOZ, de Raquel Míguez


Una mañana, perdí la voz.

Como pasaba el tiempo y no aparecía, mis padres decidieron llevarme a un especialista en objetos perdidos.

El hombre nos recibió en su despacho, una habitación atiborrada de cosas. Tantas, que tuvimos que abrirnos paso apartando a manotazos timbres de bicicleta, muñecas de goma, libros de bolsillo, paraguas, sombreros, y todo lo que se pueda imaginar.

—Perdonen el desorden —se disculpó el señor Encuentro—, estamos en la jungla de los objetos perdidos. Aquí las cosas no hacen más que crecer, sin que yo pueda hacer nada por evitarlo.

Escuchen, escuchen los sonidos de la jungla…

Papá, mamá y yo prestamos atención. Era cierto: en aquel cuarto no dejaban de escucharse los crujidos de las cosas.

El hombre apartó un libro de su silla y tres paraguas de la mesa, antes de sentarse.

—Acércate, jovencito —me pidió—. Sin miedo, las cosas no te harán nada si no las molestas.

Las cosas no me daban miedo, pero no quería pisarlas y el suelo estaba lleno de trastos. Cuando conseguí llegar hasta el señor Encuentro, me dijo que abriera la boca y me afinó las cuerdas vocales. Después de interpretar todas las notas, del do al sí, dijo:

—Hum, no sé… Las cuerdas ya están afinadas y, sin embargo, la voz sigue sin aparecer.

Entonces me hizo un montón de preguntas y yo tuve que anotar las respuestas en una pizarra.

—¿Cuánto tiempo hace que no hablas?, ¿un día?, ¿una semana?, ¿un mes? ¿Recuerdas lo último que dijiste? ¿Sentiste cómo se te escapaba la voz? ¿La viste marchar? ¿Se te perdió sin darte cuenta?

Le dije que hacía un mes que no hablaba, que lo último que dije fue «hasta luego», y que la voz se me perdió sin darme cuenta.

A continuación preguntó a mis padres:

—¿Tiempo que dedica el niño a jugar en el parque? ¿Amigos que hablen por los codos?

Le dijeron que yo no juego casi nunca en el parque y que mi único amigo se cambió de colegio el año pasado.

El señor Encuentro escribió en su libreta las respuestas, y luego siguió escribiendo hasta que se le acabó la tinta del boli.

—Esto es lo que tienen que hacer —dijo, mientras arrancaba la hoja y se la entregaba a mis padres.

Se sacudió un oso de peluche del hombro, se levantó, rodeó la mesa y se sentó en el borde.

—Mi diagnóstico —dijo— es «pérdida por descuido». La receta para recuperar la voz, o para hacerse con una nueva, es hablar. El niño no habla porque no tiene nada que decir. Y no tiene nada que decir porque no le pasa nada interesante. Tiene que jugar con otros niños, así que le he recetado eso: amigos.

Papá se pasó la mano por la nuca y mamá apretó las asas de su bolso. El hombre continuó:

—El problema es que en objetos perdidos no tenemos amigos, no en este momento. Y como el niño ya lleva un tiempo sin voz, es aconsejable que se tomen medidas inmediatamente. Lleven a su hijo a los sitios en donde se dan las mejores cosechas de amigos: el patio del colegio, el equipo de fútbol, el parque...

Papá tartamudeó:

—Pero eso le hará perder tiempo. Por las tardes hace cálculo mental y lee el periódico, para saber si la bolsa sube o baja. Mi hijo es tan inteligente… Sería una lástima que desperdiciase su talento jugando, con un futuro tan brillante…

El señor Encuentro me miró por encima de sus gafas y luego les miró a ellos:

—El futuro no es brillante, señores míos, el futuro es gris como el humo —dijo—. Vaya usted a saber dónde está el futuro. Y por el tiempo que pierda mientras juega, no se preocupe. Siempre se recupera.

Al día siguiente, mis padres fueron a hablar con mi profesora. Le contaron lo que les había dicho el señor Encuentro sobre mi problema y su tratamiento.

—Ajá —exclamó ella—. Llegan en el momento justo para empezar una cura: vamos a montar un grupo de teatro. Tendrá que ensayar los jueves por la tarde.

Papá se pasó otra vez la mano por la nuca y mamá retorció las asas de su bolso.

—Como de momento no habla —continuó la profe—, que haga de nube. Pasado mañana es jueves. Que se presente en el ensayo a las seis en punto.

Volví a casa pensando que no quería hacer nada en la obra de teatro. Y menos que nada, hacer de nube. Prefería mil veces estar solo en mi cuarto haciendo sudokus. O ir a refuerzo en cálculo mental.

El jueves siguiente llegué tarde al ensayo. Pensé que nadie echaría de menos a una nube y me entretuve observando a una lagartija, pero…

—No te vuelvas a retrasar —se quejó Olga, la directora—. Hasta que no pasas tú, no llueve. Y hasta que no llueve, no salen Lucía y Mónica, que hacen de margaritas. Y luego pasas otra vez, y salen Víctor y Dani, que hacen de abejas.

Me temblaron las piernas todo el rato, de los nervios, cada vez que me tocó atravesar el escenario. Al terminar el ensayo estaba tan cansado como si hubiera corrido una hora sin parar, pero todavía no me pude ir a casa: tuvimos que recortar mi disfraz de nube y ayudé a dibujar las alas de las abejas.

Cada jueves, después de ensayar, siempre había cosas que hacer: pegar unas asas de tela a la nube; coser un botón en el traje de las margaritas; dibujar las rayas de las abejas…

Yo seguía sin voz, pero me gustaban los jueves por la tarde: ensayar era cada día más divertido y, sin querer, me había aprendido casi toda la obra de memoria.

Pasó el segundo trimestre, llegó el tercero y después, el fin de curso.

El día de la representación subí al escenario y me coloqué en mi sitio. Los espectadores se callaron cuando se abrió el telón, y Olga empezó a leer:

—Era un tiempo sin nubes, ni flores, ni abejas… Los hombres habían destruido la tierra…

Yo era el único que estaba en el escenario. Las margaritas, escondidas detrás de las cortinas, esperaron a que yo lo atravesara para aparecer.

—Una nube, una sola nube —continuó Olga—, cargada de agua, cruzó el cielo dos veces…

Lucía y Mónica, con los brazos hacia el techo, hacían como si las moviese el viento… Mónica estaba al fondo del escenario y Lucía, cerca de mí.

Pasó un minuto y luego otro y Lucía no decía su frase. Estaba tan colorada que parecía un tomate, en vez de una margarita.

Busqué a Olga con la mirada, pero estaba en el otro extremo. Demasiado lejos para ayudar a Lucía. El único que estaba lo suficientemente cerca era yo.

Me sabía su frase, me había aprendido de memoria todas las frases de mis amigos. Respiré profundo, tragué saliva y la miré:

—Oh, nube gris —le soplé—, gracias por la lluvia.

Lucía me miró. Ahora ya no estaba roja, sino blanca como si se fuese a desmayar, pero repitió su frase. A partir de ese momento, todo fue sobre ruedas.

Nos aplaudieron muchísimo. Hicimos varias reverencias y luego, mis amigos me abrazaron por turnos. Papá y mamá aparecieron entre las cortinas, emocionados. Querían escucharme hablar.

Yo quise asegurarme de que mi voz seguía en su sitio:

—Hola, hola: un, dos, tres… Probando… —repetí varias veces—. Probando, probando, uno, uno-dos…

Y después pronuncié todas las palabras que recordaba. Y conversé con todas las personas que me encontré. Y les expliqué a mis amigos dónde vivo, para que vengan a mi cumpleaños. Y me pedí ser portero en el próximo partido de fútbol del recreo.

Y mis padres se compraron tapones para los oídos, porque hablé dos días y quince horas sin parar.



FIN



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Visto y leído en:
Cuentos para educar sobre ocio y tiempo libre (PDF) - Dirigidos a niñas y niños de entre 6 y 12 años
Autores: Raquel Míguez - Clara Redondo - Esperanza Fabregat.
Ilustraciones: Rubén Jiménez “El Rubencio”.
Edita: CEAPA (CONFEDERACIÓN ESPAÑOLA DE ASOCIACIONES DE PADRES Y MADRES DE ALUMNOS)
https://www.observatoriodelainfancia.es/oia/esp/documentos_ficha.aspx?id=3842
https://www.observatoriodelainfancia.es/ficherosoia/documentos/3842_d_Cuento-ocio-tiempo-libre.pdf

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Ilustraciones Alex DG©