
Había una vez un gato muy grande. Tan grande, pero tan grande, que no pasaba por ninguna puerta. Tan grande, pero tan grande, que cuando estaba enojado y hacía ¡FFFFF! Se volaban todas las hojas de los árboles. Tan grande, pero tan grande, que cuando hacía ¡MIAUUUU! Todos creían que habían llegado los bomberos porque había un incendio.
Y había también un gato muy chiquito. Tan chiquito, pero tan chiquito, que dormía en una latita de paté y, cuando hacía frío, se tapaba con un boleto capicúa. Tan chiquito, pero tan chiquito que, cuando andaba de acá para allá, todos lo confundían con una pelusa. Tan chiquito que, para verlo bien, había que mirarlo con microscopio.
El Gato Grande era muy famoso en el barrio.
Todos los vecinos hablaban de él y lo mimaban mucho.
—¡Qué gato tan hermoso! —decían.
—¡Los gatos grandes son hermosísimos! —decían.
El Gato Grande comía mucho. A la mañana bien temprano los vecinos le traían cinco palanganas de leche tibia. Al mediodía le traían una carretilla de hígado con mermelada (que era su comida favorita). A la tardecita le dejaban preparada una bañera de polenta, por si se despertaba con hambre en la mitad de la noche. Cuando los vecinos le traían la comida, el Gato Grande sonreía (porque algunos gatos saben sonreír) y se ponía a ronronear. Cuando el Gato Grande ronroneaba hacía un RRRRRRRRRRR tan fuerte que todos miraban para arriba porque creían que pasaba un helicóptero por el cielo.

♥ ¡¡¡PARA AGUSTÍN QUE APRENDIÓ A LEER!!! ★
1º CUENTO ► LA VISITA ◄
♥ DE KARINA ECHEVARRÍA ♥
A MATÍAS LE GUSTABA LA PALABRA “ODONTÓLOGO”. PORQUE ERA MUY LARGA Y TENÍA MUCHAS “O”. ADEMÁS ERA UNA PALABRA DE GRANDES. NUNCA SE LAS HABÍA ESCUCHADO A SUS COMPAÑEROS DEL COLEGIO, NI A LOS AMIGOS DEL CLUB. SOLAMENTE SE LA HABÍA ESCUCHADO A SU MAMÁ CUANDO LE DIJO:
—MATI, MIRÁ QUE EL LUNES VAMOS A VISITAR AL ODONTÓLOGO.
ÉL NO SABÍA MUY BIEN QUÉ SIGNIFICABA, PERO ERA UNA LINDA PALABRA, Y SU MAMÁ SE LO HABÍA DICHO CON UNA SONRISA, ASÍ QUE SEGURO ERA ALGO DIVERTIDO.
LLEGARON TEMPRANO Y LOS HICIERON ESPERAR EN UNA SALITA CON SILLAS Y REVISTAS PARA LEER. SE SENTARON. HABÍA OTROS CHICOS, CADA UNO CON SU MAMÁ O SU PAPÁ O ALGÚN ABUELO.
—MATÍAS LÓPEZ —DIJO UNA SEÑORITA, Y MATÍAS Y SU MAMÁ PASARON A OTRA SALITA DONDE LOS RECIBIÓ UN SEÑOR VESTIDO DE CELESTE Y CON UNA MÁSCARA QUE LE TAPABA LA BOCA Y LA NARIZ. LA SEÑORITA LE MOSTRÓ A MATÍAS UNA ESPECIE DE CAMILLA EN DONDE RECOSTARSE Y LE PUSO UN BABERO DE COLORES. DESPUÉS LA CAMILLA SE LEVANTÓ EN EL AIRE, ¡PARECÍA UN JUEGO DEL PARQUE DE DIVERSIONES!
MATÍAS HIZO TODO LO QUE EL DE LA MÁSCARA LE DIJO: ABRIÓ LA BOCA, MIRÓ LA LUZ, TRAGÓ AGUA, MOVIÓ LA LENGUA, CERRÓ LA BOCA.
EL ENMASCARADO LE DIO LA MANO AL FINAL Y LE REGALÓ UNA TARJETITA CON SU NOMBRE.
—MUY BIEN MATI —DIJO ANTES DE DESPEDIRLO—, TENÉS UNOS DIENTES MUY LINDOS.
—YA LO SE —RESPONDIÓ MATÍAS—, ME LOS LAVO TODOS LOS DÍAS, PORQUE MIS AMIGOS DICEN QUE IR AL DENTISTA ES TERRIBLE. YO NO SE PORQUE NUNCA FUI Y ESPERO NO IR NUNCA.
FIN ✿◕‿◕✿
Visto y leído en el blog de:
Camilo Rodríguez - Ilustración
http://camilodibujos.blogspot.com.ar/

1º cuento: FIESTITA CON ANIMACIÓN. Ana María Shua
Las luces estaban apagadas y los altoparlantes funcionaban a todo volumen.
–¡Todos a saltar en un pie! –gritaba atronadoramente una de las animadoras, disfrazada de ratón. Y los chicos, como autómatas enloquecidos, saltaban ferozmente en un pie.
–Ahora, ¡todos en pareja para el concurso de baile! Cada vez que pare la música, uno abre las piernas y el otro tiene que pasar por abajo del puente. ¡Hay premios para los ganadores!
Excitados por la potencia del sonido y por las luces estroboscópicas, los chicos obedecían, sin embargo, las consignas de las animadoras, moviéndose al ritmo pesado y monótono de la música en un frenesí colectivo.
–Cómo se divierten, qué piolas que son. ¿Te acordás qué bobitos éramos nosotros a los siete años? –le preguntó, sonriente, el padre de la cumpleañera a la mamá de uno de los invitados, gritándole al oído para hacerse escuchar.
–Y qué querés... Nosotros no teníamos televisión: tienen otro nivel de información –le contestó la señora, sin muchas esperanzas de que su comentario fuera oído.
No habían visto que Silvita, la homenajeada, se las había arreglado para atravesar la loca confusión y estaba hablando con otra de las animadoras, disfrazada de conejo. Se encendieron las luces.
–Silvita quiere mostrarnos a todos un truco de magia –dijo Conejito–, ¡Va a hacer desaparecer a una persona!
–¿A quién querés hacer desaparecer? –preguntó Ratón.
–A mi hermanita –dijo Silvia, decidida, hablando por el micrófono.

María Eugenia es una chica simpática y buena. Pero tiene un defecto: es muy, pero muy distraída.
La mamá de Maru, (porque todos le dicen Maru), trabaja en una oficina y le deja siempre mensajes en la heladera para que no se olvide de las cosas que tiene que hacer.
Un día le escribió con letra bien grande:
“Lavá los platos.
Sacá a pasear a Lucas.”
Lucas es un perrito pequinés que se la pasa haciendo piruetas y saltando entre almohadones.
Pero ese día, cuando la mamá de María Eugenia volvió, lo encontró todo mojado y temblando de frío. Y más grande fue su sorpresa cuando vio llegar a nuestra amiga con el cochecito de las muñecas y los platos adentro.
—Maru, ¿qué estás haciendo? ¿Qué le pasó a Lucas? —le preguntó.

Hace muchos años, cuando yo vivía en Reconquista, allá por el norte de Santa Fe, había llovido muchísimo.
Tanto había llovido que los caminos de tierra parecían flanes, gelatinas, cintas de sopa negra.
Nosotros teníamos que ir a otro pueblo y, como los colectivos se empantanaban en los flanes, las gelatinas y las sopas negras, había que viajar en tren. Aquellos trenes comían paladas de carbón, soltaban un humo negro que hacía bellos dibujos.
Empezaban las ruedas a traquetear sobre las vías
chu–cu–chú
chu–cuchú
chu–cuchú
chucuchú
cuchichú
chucuchú
chucuchú...
y un silbido largo acompañaba al humo que se desflecaba como una cabellera PFUIIiiii PFUiiii...
Primero era lindo, novedoso, vertiginoso. Pero después...
Venían largas paradas misteriosas. El tren se empacaba en medio del campo, como si obedeciera al capricho de algún Dios.
Las vacas de los campitos se cansaban de mirarnos y el guarda contestaba "¿Quién sabe?" a cualquier pregunta que se le hiciera.
Después de un montón de tiempo el frío era más frío y empezaba a faltar el agua y la comida. Y eso que siempre llevábamos una caja de zapatos con pollo, pan y manzanas. O milanesas y dulce de membrillo. Pero había que convidar y éramos muchas personas.
Los grandes comentaban sobre el estado de los caminos, la creciente del Paraná y si habría o no cosecha de algodón.
Después rezongaban, qué barbaridad, el gobierno.
Después se iban quedando callados.
Y a mí empezaba a darme sueño, tristeza y una rabia...
De pronto el tren caminaba de nuevo.

EL DULCE TERROR DE HALLOWEEN.
Autor: Pedro Pablo Sacristán
Había una vez una ciudad llamada Halloween en la que vivía un malvado fabricante de dulces y golosinas. Este, sabiendo que los papás no dejaban a sus hijos comer golosinas más de una vez a la semana para evitar las caries, inventó un plan para vender muchos más caramelos. Así, pagó a una pandilla de ladrones y bandidos quienes, disfrazados de horribles monstruos, aterrorizaron a todos.
Luego llenó la ciudad de anuncios que aseguraban que sus caramelos eran la única defensa posible contra aquellos terroríficos seres. Y como todo estaba preparado por el malvado fabricante, lo que decían los anuncios era verdad, y cuando los niños de la casa entregaban sus caramelos, los monstruosos bandidos los dejaban tranquilos y se iban.
Las ventas de caramelos se dispararon, pero de forma poco justa.
Mientras los niños de familias ricas acumulaban montones y montones de golosinas para protegerse de los malvados, los niños pobres sufrían las peores pesadillas al saber que no tenían ni un triste caramelo con el que calmar a los monstruos. Además, como los caramelos tenían tanto valor, los niños comenzaron a volverse egoístas y desconfiados, y resultaba imposible verlos compartir sus golosinas como siempre habían hecho.

Una noche de verano sumamente calurosa, una noche de fines de diciembre, salí a tomar aire afuera de la cabaña que ocupaba temporariamente.
La noche era apacible y hermosa. A mi alrededor todo era quietud y en el aire flotaba un no sé qué extraño y fascinante. El cielo estaba totalmente despejado y me pareció un océano lleno de misterios.
De pronto, sin saber por qué, me dieron unas ganas bárbaras de mirar la luna. La busqué y la busqué con la mirada, y nada. No se la veía por ningún lado. Me puse un par de anteojos, y nada. Me los saqué, los limpié cuidadosamente, me los volví a poner... nada.
Recordé que tenía un potente telescopio portátil. Me pasé un rato largo mirando el cielo a través de su lente, pero la luna no aparecía por ningún lado. Ni siquiera opacaba por su presencia.
Nubes no había ni una. Estrellas, un montón. Pero la luna no estaba. Me fijé en el almanaque. Era un día de luna llena. ¿Cómo podía ser que no estuviera? ¿Dónde se habría metido? En algún lugar tenía que estar. Decidí esperar.

Un día el granjero de la granja puso un melón sobre el techo para que madurase al sol.
Allí estaba el melón, madurando. Y era tan redondo que parecía una luna.
Una luna color melón, brillando en medio de la mañana.
El viento del verano iba y venía sobre la casa, sobre el techo y sobre el melón.
“Din don, campanón”, se hamacaba el viento. “Din don, campanón”, se hamacaba el melón con el viento. Y era como si la luna se hamacase en el techo.
Por el lado más verde del campito, galopando y caracoleando, llegó el burro de la granja y frenó el trote cuando vio el melón hamacándose sobre el techo. Lo miró, lo miró, y dijo muy preocupado:
–¡La luna se descolgó del cielo! ¡Esta noche la granja se quedará sin luna!

Humberto estaba muy triste entre los yuyos del charco.
Ni ganas de saltar tenía. Y es que le habían contado que las mariposas del Jazmín de Enfrente andaban diciendo que él era sapo feúcho, feísimo y refeo.
—Feúcho puede ser —dijo, mirándose en el agua oscura—, pero tanto como refeo... Para mí que exageran... Los ojos un poquitito saltones, eso sí. La piel un poco gruesa, eso también. Pero ¡qué sonrisa!
Y después de mirarse un rato le comentó a una mosca curiosa pero prudente que andaba dándole vueltas sin acercarse demasiado:
—Lo que a mí me faltan son colores. ¿No te parece? Verde, verde, todo verde. Porque pensándolo bien, si tuviese colores sería igualito, igualito a las mariposas.
La mosca, por las dudas, no hizo ningún comentario.
Y Humberto se puso la boina y salió corriendo a buscar colores al Almacén de los Bichos.
Timoteo, uno de los ratones más atentos que se vieron nunca, lo recibió, como siempre, con muchas palabras:
—¿Qué lo trae por aquí, Humberto? ¿Anda buscando fosforitos para cantar de noche? A propósito, tengo una boina a cuadros que le va a venir de perlas.
—Nada de eso, Timoteo. Ando necesitando colores.

La letra H está harta de ser silenciosa y sale a buscar un sonido. Pero, durante su viaje, descubrirá algo muy importante…
El Congreso Anual de Vocales y Consonantes se desarrollaba con tranquilidad, cuando la H estiró una mano para pedir la palabra.
—Te escuchamos —le dijo la T, que presidía el encuentro.
La H carraspeó y, sin timidez, expuso:
—¡Estoy harta de ser silenciosa! ¡Quiero sonar!
El alboroto alfabético que se armó fue tremendo. La T llamó al orden y pidió a la H que se explicara mejor.
—Y… sí. Todas tienen sonido. Yo, nada. Chicas, aparezco en palabras tan importantes como “hijo”, “hogar” e incluso “hablar”, pero la gente ni me pronuncia y son pocos los que se acuerdan de mí y me utilizan al escribir. ¡Exijo mi derecho a sonar! Aunque sea parecido a otra letra.
—¿Y yo, qué? Sueno a U o a V. Si estaré en treinta palabras es mucho. Y no me quejo —le retrucó la W.
—No sabés el dilema que es compartir un sonido con otras —dijo la Q mirando de reojo a la C y la K, que asentían con las cabezas.
—A mí me pasa lo mismo. Encima somos víctimas de los horrores de ortografía —agregó la Z que compartía un triste destino con la S y la C.
—¡Yo, en minúscula, tengo punto como la J y no me hago tanto drama! —agregó la I—. Aunque confieso que es injusto que la U a veces se dé el lujo de tener dos y se las tira de ser otra letra.
—Tenés dos patas y dos brazos. Yo no puedo decir lo mismo —le gritó la M que vivía renegando por su parecido con la N y la Ñ, que además tenía sombrerito.
La H seguía emperrada.