
Federico jugaba a las escondidas en el parque, con sus amigos.
Cuando se quiso acordar, estaba en medio de unos árboles enormes.
De uno de ellos colgaba una enredadera llena de campanitas violetas.
—Aquí me voy a esconder, nadie me podrá encontrar —dijo Federico.
Levantó la enorme planta colgante y se metió debajo. Ni bien apoyó su espalda en la corteza del árbol, el tronco hizo “CRAC...CRAC...”
Federico empujó con la mano y comprobó que se hundía.
—No puede ser... ¡este árbol está hueco! —pensó. Con todo su cuerpo hizo fuerza hacia atrás y el árbol se abrió como una cáscara de nuez. Se hubiera pegado un porrazo terrible si no fuera porque, cuando empezó a caer, su buzo quedó enganchado en una rama.
En cuanto sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver hacia abajo un largo túnel y a lo lejos, muy, muy lejos, brillaba una lucecita.
—En una buena te metiste, Fede —se dijo a sí mismo.

Juanchu amaba a los dinosaurios.
Soñaba dinosaurios.
Dibujaba dinosaurios.
Coleccionaba dinosaurios.
Y al llegar su cumpleaños, ¿qué pidió?
Una fiesta de dinosaurios.
En una lista sus padres anotaron: invitaciones de dinosaurio, piñata y globos de dinosaurio, vasitos, mantel y servilletas de dinosaurio, y una enorme torta de dinosaurio con velitas de dinosaurio.
Entonces pensaron “así nos gusta, todo bajo control”.
–¿Puede ser de disfraces la fiesta?
–Sí, Juanchu. Sí.
¿Puede animarla mi tío Pepo?
–Sí.
–¡Seré el mejor dinosaurio para mi Juanchu! –dijo el tío Pepo y se desperezó.
–“...¡aaaaaaaggggghhhhh!...”
Después de un largo bostezo prometió aparecerse en el cumpleaños con un enorme disfraz azul.

–Lo que más me gusta es volar –dijo el sapo.
Los pájaros dejaron de cantar.
Las mariposas plegaron las alas y se quedaron pegadas a las flores.
El yacaré abrió la boca como para tragar toda el agua del río.
El coatí se quedó con una pata en el aire, a medio dar un paso. El piojo, la pulga y el bicho colorado, arriba de la cabeza del ñandú, se miraron sin decir nada. Pero abriendo muy grandes los ojos.
El yaguareté, que estaba a punto de rugir con el rugido negro, ese que hace que deje de llover, se lo tragó y apenas fue un suspiro.
El sapo dio dos saltos para el lado del río, mirando hacia donde iba bajando el sol, y dijo:
–Y ahora mismo me voy a dar el gusto.
–¿Está por volar? –preguntó el piojo.
–Los gustos hay que dárselos en vida, amigo piojo. Y hacía mucho que no tenía tantas ganas de volar.
Un pichón de pájaro carpintero se asomó desde un hueco del jacarandá:
–Don sapo, ¿es lindo volar? Yo estoy esperando que me crezcan las plumas y tengo unas ganas que no doy más. ¿Usted me podría enseñar?
–Va a ser un gusto para mí. Y mejor si lo hacemos juntos con tu papá, que es el mejor volador.
–Sí, mi papá vuela muy lindo. Me gusta verlo volar. Y picotear los troncos. Cuando sea grande quiero volar como él, y como usted, don sapo.
El piojo miraba y comenzaba a entender.
El yacaré seguía con la boca abierta.
El tordo y la calandria se miraron y decidieron que era hora de intervenir.

DERECHOS DE LA INFANCIA: NOMBRE Y NACIONALIDAD
¿Quién le puso el nombre a la luna?
¿Habrá sido la laguna, que de tanto verla por la noche decidió llamarla luna?
¿Quién le puso el nombre al elefante?
¿Habrá sido el vigilante, un día que paseaba muy campante?
¿Quién le puso el nombre a las rosas?
¿Quién le pone el nombre a las cosas?
Yo lo pienso todos los días.
¿Habrá un señor que se llama Pone nombres que saca los nombres de la Nombrería?
¿O la arena sola decidió llamarse arena y el mar solo decidió llamarse mar?
¿Cómo será?
(Menos mal que a mí me puso el nombre mi mamá.)
FIN ✿◕‿◕✿

DERECHOS DE LA INFANCIA: RESPETO
A Pirulo le gusta ir a la casa de su abuela porque en el jardín hay un estanque y el estanque está lleno de ranas.
Además le gusta ir por otras razones. Porque su abuela nunca le pone pasas de uva a la comida.
Y para él, que lo obliguen a comer pasas de uva es una violación al artículo 37 de los Derechos del Niño que prohíbe los tratos inhumanos.
Porque su abuela no le impide juntarse con los chicos de la ferretería para reventar petardos, de modo que goza de libertad para celebrar reuniones pacíficas, como estipula el artículo 15.
Porque su abuela no le hace cortar el pasto del jardín, lo que sería una forma de explotación, prohibida por el artículo 32.
Porque su abuela jamás lo lleva de visita a la casa de su prima. Según Pirulo, que lo lleven de prepo a la casa de su prima viola el artículo 11, que prohíbe la retención ilícita de un niño fuera de su domicilio.
Porque su abuela nunca limpia la pieza donde él duerme, así que no invade ilegalmente su vida privada. Artículo 16.
Porque su abuela jamás atenta contra su libertad de expresión oral o escrita –artículo 13–, de manera que puede decir todo lo que piensa sobre su maestra Silvina sin que su abuela se enoje.

DERECHOS DE LA INFANCIA: AUTONOMÍA Y PROTECCIÓN
"¿Qué vas a ser cuando seas grande?", me pregunta todo el mundo. Y aparte de contestarles: "Astrónomo" (o "colectivero del espacio"…, porque nunca se sabe…), tengo ganas de agregar otra verdad: "Cuando sea grande voy a tratar de no olvidarme de que una vez fui chico. "
Recuerdo que —cuando aún concurría al jardín de infantes— mi tía Ona me contó un cuento de gigantes. Después me mostró una lámina en la que aparecían tres y me dijo:
—Los gigantes sólo existen en los libros de cuentos.
—¡No es cierto! —grité—. ¡El mundo está lleno de gigantes!
¡Para los nenes como yo, todas las personas mayores son gigantes!
A mi papá le llego hasta las rodillas. Tiene que alzarme a upa para que yo pueda ver el color de sus ojos… Mi mamá se agacha para que yo le dé un beso en la mejilla… En un zapato de mi abuelo me caben los dos pies…
¡Y todavía sobra lugar para los pies de mi hermanita!

Las cosas andaban muy mal.
Porque Ana decía que su nombre era muy corto. Y, para colmo, capicúa.
Y Ángel vivía furioso pensando que con ese apelativo sólo podía ser bueno, lo que para toda una vida era mucho.
Y Domingo estaba harto de que en todas partes, su nombre apareciera escrito en rojo.
Y Soledad opinaba que su falta de amigos era culpa de llamarse así.
Y Bárbara, la pobre, era tan tímida que cuando decía “soy Barbará”, ni su mamá le creía.
Y Maximiliano Federico estaba enamorado de Enriqueta Jorgelina, pero tardaba tanto en hacer un corazón con los nombres que abandonaba en el intento mucho antes de empezar.
Y Rosa ya no soportaba que la llamaran clavel. Tanto peor para Jacinto Floreal, a quien los graciosos llamaban Nomeolvides. O Jazmín.
Elsa ya se había acostumbrado a ser Elsa-po. Pero Elena no quería que la llamen Elena-no.
Las cosas andaban muy mal. Nadie en el barrio estaba conforme con el nombre que le había tocado en suerte y, quien más quien menos, la mayoría se lo quería cambiar por otro.
El Intendente abrió un gran libro de quejas para que los vecinos explicaran su problema por escrito.

De chico fui muy malo jugando al fútbol: en lugar de la pelota, pateaba los tobillos; a veces festejaba un gol de los adversarios o perseguía al referí pensando que era un adversario.
Pese a todo, un día los chicos vinieron a buscarme, nuestro equipo debía enfrentar al barrio “El chorizo”, un equipo de chicos gordos, alimentados con toneladas de carne, porque eran hijos de trabajadores de un frigorífico.
Nuestro barrio, en cambio, era débil y propenso a la gripe.
Nuestros padres trabajaban en el molino harinero, y nosotros vivíamos comiendo fideos.
El día del partido, había tres de los nuestros con fiebre. Por eso vinieron a buscarme.

1º cuento: MONIGOTE EN LA ARENA
La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:
—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un monigote de seda y se fue.
Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.
—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.
El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!
—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los botones como hacía cuando se ponía nervioso.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.
—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.

La abuela Teresa tenía una hermana que se había ido a vivir a España. Aunque era su tía abuela, Romina la llamaba “la abuela Conce”, porque, según decía, tenía más cara de abuela, que de tía.
Todos los viernes, la abuela Teresa recibía una carta de la abuela Conce en un sobre chiquito y medio transparente, con una franja cruzada que decía “Vía Aérea” y montones de estampillas raras.
La abuela le contestaba, y el lunes, aunque estuviera diluviando, salía para el correo, con otro sobre que también decía “Vía Aérea”.
Una semana, el cartero no vino, y tampoco vino la siguiente. La abuela estaba preocupadísima. Primero, protestó contra el cartero; después contra el correo; y finalmente, contra el gobierno argentino, el rey de España y el servicio meteorológico. Finalmente se convenció de que algo malo tenía que haber pasado y llamó a su hermana por teléfono.