Cuento 1: PÍMPATE
Un día Miguel tuvo que hacer algo muy importante. El dueño de la papelería le pidió, nada más ni nada menos, que llevara un rollo de papel a la casa de su cliente el dibujante.
–Mucha atención, a no estropearlo, tené cuidado –réquete recomendó el señor papelero.
Miguel contestó sisisisí y se fue con el rollo.
El día era tan lindo que las calles del barrio parecían caminitos de plaza.
Miguel caminó al compás de pim pam, pim pam, dando suaves golpecitos con el rollo en el suelo. Hasta que, pímpate, el rollo se convirtió en un bastón bailarín.
Pímpate pam, pímpate pam, Miguel y su bastón llegaron a la esquina.
En la avenida había un lío de coches que protestaban con bocinas de trueno y clarinete. Entonces pímpate, el bastón se transformó en una batuta de director de orquesta y Miguel dirigió el gran concierto de bocinazos.
Un día Miguel tuvo que hacer algo muy importante. El dueño de la papelería le pidió, nada más ni nada menos, que llevara un rollo de papel a la casa de su cliente el dibujante.
–Mucha atención, a no estropearlo, tené cuidado –réquete recomendó el señor papelero.
Miguel contestó sisisisí y se fue con el rollo.
El día era tan lindo que las calles del barrio parecían caminitos de plaza.
Miguel caminó al compás de pim pam, pim pam, dando suaves golpecitos con el rollo en el suelo. Hasta que, pímpate, el rollo se convirtió en un bastón bailarín.
Pímpate pam, pímpate pam, Miguel y su bastón llegaron a la esquina.
En la avenida había un lío de coches que protestaban con bocinas de trueno y clarinete. Entonces pímpate, el bastón se transformó en una batuta de director de orquesta y Miguel dirigió el gran concierto de bocinazos.
Cuando por fin cruzó la avenida, pímpate, la batuta se volvió remo.
Entonces el asfalto se volvió río y Miguel lo cruzó remando en canoa.
Desembarcó en la vereda de enfrente y caminó por el cordón pasito a paso con mu-chísi-mo-cui-da-do, como un equilibrista que avanza por la cuerda floja. Y pímpate, el remo se convirtió en la varilla del equilibrista más grande del mundo.
En eso pasó un colectivo y pímpate, la varilla se transformó en un fusil y el colectivo en una antigua diligencia. Miguel le apuntó con cara de Miguelete, el terrible bandido del Oeste.
En la cuadra siguiente la vereda se llenó de chicos que salían de la escuela. Pímpate, el fusil se volvió bastón de pastor y todos los chicos fueron corderitos blancos. Entonces Miguelito el bueno los arreó por el campo.
Cuando llegó a la casa del dibujante, el rollo ya no era nuevo y blanco sino medio cachi-cachivache.
–¿Qué es esto? –rugió el dibujante–.
¿Este es un rollo de papel hermoso y limpio? ¡Habrás venido jugando!
Miguel quiso explicarle que es muy difícil caminar con un rollo que a cada rato, pímpate pámpate, te da tantas ganas de jugar.
Pero el dibujante no le dio tiempo porque lo agarró de un brazo, tomó el rollo de papel y fue derechito a la papelería, a quejarse, a protestar.
Con el rollo al hombro, caminó al compás de “¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!”. Entonces pímpate, el rollo volvió a convertirse en un fusil y el dibujante fue un soldado que marchaba un dos un dos.
El árbol de la vereda lo invitó a que le diera unos golpecitos en el tronco. Y claro, pímpate, el fusil se transformó en un hacha y el dibujante en el leñador más forzudo de todo el Canadá.
Más adelante saltaron un charquito. Pímpate. El hacha se volvió garrocha y el señor fue un campeón de salto muy aplaudido.
Faltaba poco para llegar a la papelería y Miguel caminaba al compás de “me van a retar, me van a retar, me van a retar”.
Cuando iban a cruzar la avenida, otra vez pómpate, el asfalto se convirtió en ancho mar, la garrocha en un catalejo y el dibujante en pirata Barbarroja.
–¡Atención mis hombres! –gritó mirando por el catalejo y señalando un camión– ¡Se acerca un ballenero a babor!
Entonces de repente se miraron con Miguel y tuvieron un ataque de risa.
Los dos pensaban lo mismo: “¿Viste qué difícil es caminar con un rollo de papel que, pímpate pámpete, te da tantas ganas de jugar?”.
Y llegaron a la papelería. Pero el dibujante, en vez de protestar, se compró otro papel.
El rollo se lo regaló a Miguel. ¿Para qué?
–Ya sé, esta noche se me vuelve telescopio y espío las lechuzas de la Luna.
Pímpate.
FIN
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Cuento 2: CELESTINO
A Celestino nunca lo dejaban tranquilo.
A las ocho de la mañana, Gatamamá le lavaba la cara y lo mandaba a la escuela.
A las ocho y media…
–Un dos tres… ¡salto! –ordenaba Gato Maestro.
Entonces todos los gatitos escolares daban un brinco y se encaramaban sobre el muro.
Uno tras otro desfilaban por esas alturas al trotecito y sin marearse.
–Muy bien todos, menos Celestino –decía siempre Gato Maestro.
Porque Celestino agachaba las orejas, se ponía bizco de miedo y maullaba para que lo bajaran enseguidita por favor.
Cuando volvía a su casa y se sentaba a tomar la sopa… tampoco podía estar tranquilo. Desde la pared lo miraba fijo la fotografía de su abuelo, un gato alpinista capaz de caminar por la baranda de la azotea.
A la izquierda estaba el retrato de su bisabuelo, el que rara vez había pisado el suelo, gran explorador de los techos del barrio.
Y a la derecha, el cuadro al óleo del tatarabuelo; un gato inglés que había ganado fortunas cazando ratones en el palacio del rey.
Celestino miraba de reojo al tatarabuelo y se le hacían un nudo los fideos de la sopa, pensando en los pobres ratoncitos.
Porque para él había algo muchísimo peor que andar por las alturas, y era cazar ratones.
Un día, Gatopapá le preguntó qué regalo quería si pasaba de grado.
–Un ratoncito –dijo Celestino.
–¿Uno de cuerda para jugar al cazador? –preguntó Gatopapá.
–No, una lauchita blanca para que juegue conmigo.
Gatopapá, Gatamamá y los retratos de la pared lo miraban con grandes ojos de botones.
Entonces Gatopapá habló tan pero tan seriamente que lo trató de usted:
–¡Esta misma tarde, usted viene a cazar conmigo!
A ver si se corrige de una buena vez.
Esa tarde los dos fueron al puerto.
Cuando llegaron al muelle, Gatopapá señaló la entrada de una cueva e hizo señas a Celestino para que estuviera alerta.
Esperaron un rato. Por fin alguien se asomó a la puerta de la cueva: un ratón enorme con cara de delincuente.
Gatopapá, por precaución, dio un paso atrás.
¿Y Celestino? Agachó más que nunca las orejas, achicó los bigotes, arrastró la panza y, una patita tras otra, tras tras tras, fue tomando velocidad hasta salir corriendo como flecha.
–¿Adónde vas, Celestino? –gritó Gatopapá. ¡No me digas que tenés miedo!
El gatito siguió corriendo.
Corrió por un pasillo. Por otra escalera. Por otro pasillo. Hasta que de repente se topó con un marinero.
–¡Un gato celeste! –dijo el marinero–. Gato a bordo, buena suerte.
¡Con el apurón, se había metido en un barco!
El marinero lo convidó con un platito de leche tibia y preguntó:
–¿Querés venir a dar una vuelta en barco hasta Norteamérica?
Celestino bajó del barco sólo para hacer la valija y despedirse de Gatamamá y Gatopapá. Repartió besitos chuik chuik chuik, y salió tan rápido como había entrado.
Con la primera carta mandó también su foto con gorrito y moño. Gatamamá la miró con ojitos sonrientes; Gatopapá ronroneó de gusto. Después la colgaron junto a los famosos retratos de la familia y se sintieron muy orgullosos de su hijo Celestino, el valiente marinero.
FIN
BEATRIZ FERRO
Nació en Buenos Aires. Es ilustradora y autora de libros de cuentos, teatro y poesía.
Entre sus premios se destaca el Pregonero de Honor otorgado en 2001 por Fundación El Libro.
Es autora de varias colecciones de libros, y algunas que acompañaron la edición del diario Página 12: Historias fantásticas de América y el mundo; ¡Arriba el telón!; otros libros suyos: Dramático caso de las Señoras Iguales, Aventuras de Lápiz y Papel, Cuentos chinos de fantasmas. Sus libros han sido traducidos al inglés, holandés, italiano y catalán.
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"Pimpate" ©Beatriz Ferro; "Celestino" ©Beatriz Ferro
Visto y leído en: El libro de Lectura del Bicentenario. Primaria 1 - Plan nacional de lectura 2010.
Ilustraciones:
Mónica Pironio
Ivana Calamita
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