A Zilia le gustaba visitar a sus abuelos franceses, los cuales vivían en una casita en Fort Fleur, en Normandía. Le encantaba dormir en la buhardilla, con las estrellas brillando a través de los ventanucos, y también ir a ver a las vacas, las gallinas y los cerditos de las granjas circundantes. Pero lo que más le gustaba de todo era jugar por el bosque que crecía en torno a la casa.
Zilia era una niña a la que le gustaba mucho leer, sobre todo historias de aventuras y de misterio, pero, viviendo en la gran ciudad, le resultaba muy difícil imaginarse en una misteriosa selva, o en una montaña recóndita donde sólo se escuchaba el canto de los pájaros. Entre edificios y coches le costaba creer que hubiera duendecillos, o hadas. Sin embargo, en Fort Fleur todo parecía posible, y pasaba las mañanas y las tardes corriendo y soñando entre los árboles.
El sitio que más le gustaba era la vieja vaquería que había yendo hacia Fort Mobile. Los niños de este pueblo (Fort Fleur era tan pequeño que ni siquiera se consideraba un pueblo) decían que en ella vivía una bruja muy muy anciana, capaz de convertir a los niños en ranas o de encerrarles dentro de un cuadro. Aquella historia le fascinaba. No terminaba de creérsela del todo, claro, pero al mismo tiempo sentía un cosquilleo por la espalda cada vez que la recordaba que le hacía ir, una y otra vez, a visitar la vaquería. Después de todo, si había una bruja en el mundo tenía que vivir allí, rodeada de sus sapos y culebras, con sus piaras de extraños cerdos, y no en su ciudad natal, gris y llena de cemento, coches y malos humos.
Así que aquella tarde, cuando ya casi se hacía de noche, fue otra vez a espiar a la anciana de la vaquería. Y todo se hubiera quedado en una chiquillada más si no se hubiera caído, en su precipitación, dentro de la zanja que rodeaba sus campos. La verdad es que no se hizo mucho daño, pero, como todo estaba lleno de barro, no conseguía salir del agujero: se resbalaba una y otra vez hasta abajo del todo. Al final, sus esfuerzos llamaron la atención de la vieja, que se acercó a ver qué pasaba.
—Vaya, vaya —dijo la anciana al verla cubierta de barro dentro de la zanja—, qué tenemos aquí: una niña cubierta de barro. ¿Qué te ha pasado, chiquilla? ¿Ibas buscando moras y te has caído a la zanja?
El tono de la vieja no le gustó en absoluto, pero menos aún ver que se seguía acercando, y que llevaba en las manos una enorme horca de madera.
—¡No se acerque más! —exclamó Zilia aterrorizada.
—¿Y por qué querría yo acercarme a una niña cubierta de barro? —preguntó la vieja con sorna.
—Porque es una bruja y le gusta encerrar niños en los cuadros.
La vieja lanzó una larga carcajada mostrando toda su boca desdentada.
—¿Y qué te hace pensar semejante cosa? —inquirió con un brillo malicioso en los ojos.
—¿Quién viviría sino rodeada de ranas y sapos?
—Las ranas y los sapos son muy útiles, chiquilla: se comen a los mosquitos y a otros insectos, y además hacen compañía por las noches con sus cantos.
—Ya, claro, ¿y los ratones también se comen a los mosquitos? He visto que su casa está rodeada y no veo que haya puesto cepos para cazarlos.
—¡Pobres ratones! No hacen mal a nadie, y, además, airean la tierra de mis campos con sus agujeros, con lo que las plantas crecen mejor. ¿Por qué debería querer cazarlos?
—¡Aha! —exclamó triunfante Zilia—. He descubierto sus mentiras. ¿Para qué tiene un gato si no es para matarlos?
—Bueno —dijo la vieja rascándose la cabeza bajo la pañoleta negra—, una cosa es que los ratones aireen los campos, y otra que entren en mi casa a airearme el queso. El viejo Cascarrabias se encarga de asustarlos, aunque el pobre no da para cazar desde hace mucho tiempo.
—Y que sea negro es casualidad, claro...
—Bueno, la gente es muy supersticiosa y nadie lo quería, así que me lo quedé yo.
Además, los gatos negros se ocultan mejor de noche, aunque a éste le valga de poco.
Zilia se sentía un poco confundida. Nunca hubiera pensado que la bruja pudiera dar tantas excusas para sus fechorías. Aunque, bien pensado, tampoco parecía muy terrible tener un gato negro. Sintiéndose cada vez más ridícula, y más incómoda por el barro y el frío, decidió jugar su última baza.
—¿Y la enorme marmita? No me dirá que come tanto y tan rápido que le hace falta una tan grande. ¡Es para cocinar a los niños que captura!
La vieja se echó a reír de nuevo, y esta vez parecía no poder parar. Zilia se sintió todavía más tonta, aunque también algo enfadada. No veía dónde estaba la gracia.
—La marmita es para preparar la baccade. Es mejor que los cerdos coman su vieja sopa de patatas que no esas porquerías industriales que les dan ahora. Eso sí —añadió con una sonrisa maliciosa que le hizo parecerse a un cuervo— quizás no sea una mala idea añadirle un niña cubierta de barro al puchero, para que tenga más sustancia. ¿O es que sirves para otra cosa, tú que tanto preguntas por los demás?
Zilia se echó a temblar de pies a la cabeza. La vieja tenía un aspecto terrible apoyada sobre su horca de madera, con su nariz picuda, su rostro cubierto de verrugas y sus viejas ropas negras; y ella no tenía ninguna posibilidad de salir de la zanja sin ayuda.
—¡Oh, no! ¡Estoy perdida! —exclamó aterrorizada, y la vieja se echó a reír de nuevo, pero una risa sin maldad, divertida y alegre. Zilia se sintió más ofendida que asustada: casi hubiera preferido que la bruja se riera como las de las películas—. No le veo la gracia —dijo enfurruñada.
—Jajaja. Pues aunque no se la veas, sí que la tiene —le replicó la anciana—. ¿Después de todo lo que te he contado todavía crees que se puede juzgar por las apariencias? Ya sé que estoy vieja y arrugada, y que tengo verrugas y las manos sarmentosas, pero eso no hace que sea una bruja comeniños. Los sapos también te pueden parecer feos, pero si los miras de cerca verás que no son malos, ni tampoco los ratones, ni los gatos negros, ni los cuervos.
La vieja le tendió la horca y, agarrándose a ella, Zilia pudo salir de la zanja. Para su sorpresa, cuando estuvo al lado de la anciana se dio cuenta de que era más pequeña de lo que parecía, y que para nada era aterradora. En cierto modo, tampoco era tan distinta de su propia abuela —excepto por las ropas negras—.
—Anda —le dijo con su desdentada sonrisa todavía bailando en los labios—, ven a casa a calentarte junto al fuego. Así, de paso, te daré unos salchichones para que obsequies a tus abuelos. Es importante llevarse bien entre vecinos. Eso sí, te advierto que tengo una escoba, para que no te asustes —añadió guiñándole un ojo.
Y desde ese día, Zilia volvió muchas veces a la vaquería, aunque ahora lo hacía para encontrar cosas mucho más interesantes que unos cuentos de brujas: la amistad de una simpática anciana.
FIN
Ilustraciones: Daniel Caminos
La bruja de Normandía, fue una colaboración en Bibliopeque 2010 de Juan Ángel Laguna Edroso, aunque por algunos círculos lo conocen por otros pseudónimos, como Kachi Edroso, Patapalo, Bibliotecario Topo o Destripacuentos.
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