miércoles, 15 de mayo de 2013

Cuento: UN BICHO RARO, de Clara Redondo


Guillermo (Willy para los amigos) era un niño de nueve años que un buen día tuvo que irse a vivir a un país muy muy lejano. Tanto, que sus padres y él perdieron la cuenta de los kilómetros que tuvieron que hacer en avión para llegar hasta allí. Cuando Willy pisó el aeropuerto de Esrilandia (así se llamaba este país tan lejano), tuvo el presentimiento de que algo grande le iba a pasar allí. Y cuando se tiene un presentimiento, lo mejor es cerrar los ojos y dejarse llevar por él.

Willy era un niño afortunado. Tenía unos padres que le querían mucho (esto suele ocurrir), comida suficiente todos los días y… por si fuera poco, era bueno jugando al fútbol. Hábil con el balón, rápido como una culebrilla y donde ponía el ojo, ponía el balón. Esto quiere decir, en el idioma del fútbol, que metía muchos goles.

Cuando se instalaron en la casa nueva, lo primero que hizo Willy fue sacar sus cuatro pares de zapatillas de deporte, abrir el armario y colocarlas por colores en una fila. El fútbol era para él lo más importante. En su colegio disfrutaba jugando con sus amigos y de mayor quería ser futbolista.

Sus padres le contaron que Esrilandia era un país muy diferente al suyo.
Idioma y comida diferente… Y le dijeron también que tendría nuevos amigos. Al llegar al colegio, descubrió que las clases se impartían en salitas abiertas donde corría el aire; y es que siempre hacía buen tiempo y no necesitaban puertas que protegieran del frío. Eso le encantó. Y también le gustó ver un campo de fútbol de hierba ahí al ladito de la clase; una hierba verde que daban ganas de salir corriendo con el balón entre los pies y jugar cuatro partidos seguidos.

El idioma esrilandés era un problema, sí, pero sus padres le habían dicho que al principio tendría que comunicarse por señas y usar el poquito inglés que había aprendido. Así que, cuando ya llevaba allí una semana, se presentó delante de su profesora de gimnasia. Fue fácil decirle por señas que quería apuntarse a fútbol; solo tuvo que señalarse el pie y dar una patada a un balón imaginario. La profesora se sorprendió, pero con el gesto del dedo pulgar hacia arriba, le dijo en inglés (menos mal que Willy se sabía las horas y los días de la semana) que esa misma tarde había entrenamiento a las cinco en el campo de fútbol.

Allí todos los niños se iban a comer a sus casas a las dos de la tarde y ya no volvían a clase hasta el día siguiente. Todos menos los que entrenaban al fútbol, claro. Willy salió entusiasmado del colegio, pegando botes y contando a sus padres la nueva noticia. Al llegar a casa, lo primero que hizo fue abrir el armario y escoger las zapatillas rojas: las de la buena suerte.

Durante la comida, sus padres tenían la costumbre de ver la tele, así que la encendieron por primera vez desde que llegaron allí. Aunque no entendía nada de lo que decían, a Willy le gustaba escuchar a personas chapurrear en un idioma en el que se pronunciaban un montón de enes.

Cuando llegó la sección de deportes, Willy se quedó muy atento mirando, pero allí no apareció ningún futbolista famoso. Las famosas parecían ser las futbolistas mujeres, a las que los niños pedían autógrafos a la salida del entrenamiento. Sobre todo a una (Nintia o Clintia o algo así se llamaba), a la que le habían dado un premio deportivo muy importante, y a quien los periodistas perseguían para hacerle fotos con su trofeo en la mano. «Qué raro es este país», se dijo, pero no le dio más vueltas al asunto. Tenía otro más importante en qué pensar: su primer entrenamiento.

Cuando llegó con su padre al campo de fútbol, creyó que se había confundido de hora. Allí solo había niñas. Ningún niño. ¿No se habría enterado bien de la hora? Pensó que esas chicas estarían preparándose para hacer gimnasia o atletismo o baile. Pero… ¿en el campo de hierba?

Era todo muy raro. Entonces, las chicas empezaron a dar toques al balón, y Willy se quedó embobado mirándolas, escondido detrás de su padre. Era increíble cómo manejaban el balón: se habían puesto en la portería, y no paraban de hacer un montón de toques seguidos sin que el balón cayera al suelo. Se fijó en una de ellas: ocho toques con la cabeza, ocho con el pie, ocho con la cabeza, ocho con el pie. Y cuando la soltó al aire… bum, una chilena que entró por la escuadra sin rechistar.

No podía creer lo que estaba viendo: chicas jugando fenomenal al fútbol. En su país, las chicas no jugaban al fútbol, solo los chicos… O eso era lo que él creía. A empujoncitos, su padre le acercó al campo, y él se dejaba empujar como si fuera una marioneta, una marioneta con zapatillas rojas que habían crecido hasta convertirse en dos enormes barcazas que se veían a la legua. Y cuando puso un pie en el campo, se hizo el silencio y todas las chicas se le quedaron mirando y se pusieron a cuchichear entre ellas. Aquello no era como se lo había imaginado.

Nada más empezar el entrenamiento, se dio cuenta de que ni mucho menos era el mejor jugador del grupo. Esas chicas eran muy pero que muy buenas, y hacían regates que él ni de lejos era capaz de hacer.

Además, como se conocían entre ellas, se pasaban el balón con mucha habilidad y se hacían bromas las unas a las otras. Cada vez que Willy tocaba el balón (por casualidad), siempre venía alguna chica y se lo quitaba de los pies. Le parecía que ellas se reían de él.

Su padre desde fuera del campo le hacía un montón de señas para que se pusiera a jugar, señales de ánimo que a Willy se le escurrían por los bolsillos del pantalón. ¿Pero es que no se daban cuenta de que él existía?

Cuando llegó a casa, se metió directamente en su habitación y se tumbó en la cama, mirando sin mirar el techo. No entendía por qué le estaba pasando eso a él, que era uno de los mejores jugadores de su antiguo colegio. Esrilandia se había vuelto loca y a él le daba tanta rabia todo eso, que decidió dejar el equipo. Se acordó entonces de sus amigos y de la foto que le dieron el último día de colegio: una foto grande con todos los de su clase y con sus firmas por detrás. Se levantó a cogerla, se volvió a tumbar y empezó a pasar el dedo por cada uno. Adrián, el que hace pelotillas de moco y las usa de proyectil. Pablo, el que se lo sabe todo sobre minerales. Juan, su mejor amigo. Paula, la que toca el violonchelo. Y así hasta que llegó a Marina. Allí se quedó parado.

En ese momento, entró su padre en la habitación.

—Qué pasa, Willy —le preguntó, y se sentó al borde de la cama.

—Nada. Estoy mirando esta foto.

—¿Echas de menos a tus amigos?

—Sí, claro, pero es que… me acabo de acordar de Marina —dijo Willy metido en sus pensamientos y sin mucha gana de darle conversación a su padre.

—¿Marina? ¿No es la chica de tu clase que el año pasado se apuntó a fútbol?

—Sí, sí. Bueno, papá, que me tengo que poner a estudiar.

—Bien, bien, pero estoy en el salón por si quieres algo, ¿vale?

Quería estar solo. Acordarse de Marina hizo que todas las piezas del puzzle empezaran a encajar. Nunca se había vuelto a acordar de cuando ella se metió en el equipo de fútbol del colegio. Duró poco, o él casi no se dio cuenta, porque nadie le hizo mucho caso en los seis o siete entrenamientos que aguantó apuntada al equipo. También ellos la miraron sorprendidos y se hicieron unas risitas cuando la vieron llegar al campo. Se decían cosas al oído y se reían cada vez que Marina perdía un balón. Lo mismo que le había pasado a él hoy. En su país, pocas chicas jugaban al fútbol y aquí era lo contrario. Menudo lío. Volvió a acordarse de aquellos entrenamientos y de cómo un buen día Marina desapareció.

Nadie preguntó por ella ni la echaron de menos.

Willy se revolvió en la cama, inquieto y enfadado con él mismo porque ya no podía hacer nada.

Cuando se sentaron a cenar, les dijo a sus padres que no iba a volver a jugar al fútbol. Menos mal que su padre le quitó la idea de la cabeza:

—No puedes tirar la toalla tan pronto, Willy. No se trata de ser el mejor, se trata de pasártelo bien. ¿No te parece? Les tienes que dar una oportunidad a las chicas para que te conozcan y ya verás como todo sale bien. Hace un rato te acordabas de Marina. No puedes dejar que te pase como a ella, que se quedó con las ganas de jugar.

El recuerdo de Marina (y lo pesadito que se puso su padre) hizo que Willy siguiera yendo a los entrenamientos. Y pasó lo que suele ocurrir cuando te pones a entrenar: pues que cada vez lo haces mejor. Lin —la chica de los ocho toques sin parar— y él se cayeron bien desde el primer momento, así que todo le resultó mucho más fácil de lo que se había imaginado. Tener una amiga en el equipo fue un buen comienzo. Estaba rodeado de chicas, sí, pero a los dos o tres meses ya nadie se extrañaba de ver al “chico” jugar como una más. Incluso en el segundo partido que jugaron, Willy metió un gol de esos que no se olvidan: el gol de la victoria en el último momento.

Un día, después de llegar a casa, quitarse las zapatillas y tumbarse en la cama a descansar, se volvió a acordar de Marina. En realidad, no se había olvidado de ella desde el día que estuvo mirando la foto. De repente, sintió que tenía algo que hacer. Se levantó rápido, cogió lápiz y papel y, sentado de nuevo en la cama, se puso a escribir:

Hola, Marina:

Soy Willy. Estoy en Esrilandia. A lo mejor ya no te acuerdas de mí. Pues que siento lo del fútbol. O sea que siento que te desapuntaras del equipo. A mí me pasó lo mismo que a ti cuando llegué aquí. Que al principio se reían de mí y creían que no podía jugar. Bueno, es que aquí los chicos no juegan al fútbol. Solo las chicas. No sé por qué, todavía no lo he averiguado. Pero soy el único chico que quiere jugar y por eso parecía un bicho raro.
Pero ya no lo soy.

Pues eso, que si me perdonas. ¿Por qué no te apuntas este año a jugar al fútbol? Yo voy a seguir. Me ayuda Lin, una chica que... si la vieras cómo da un montón de toques seguidos al balón. Es buenísima. Yo el otro día metí un gol y ganamos. Fue increíble. Y tú tienes que hacer lo mismo, apuntarte al equipo. Ojalá te sirva mi carta. Si quieres me contestas.
Espero que no estés enfadada conmigo ya.

Willy



Y así fue como se cumplió el presentimiento que Willy había tenido en el aeropuerto: algo grande le había pasado en Esrilandia.



FIN



Cuentos para educar. Dirigido a niños y niñas de entre 6 y 12 años para promover los valores en el deporte (Formato pdf)
Autores: Clara Redondo (Un bicho raro); Chema Gómez de Lora (Shadowball); Esperanza Fabregat (Las saltacombas); Raquel Míguez (Soy un niño)
Ilustraciones: Beatriz Barbero-Gil Vicente
Edita: CEAPA. Madrid
http://www.iesae.com/escuela_mp/reflexion/Cuentos_para_educar_deporte.pdf

•.¸¸.•*¨*•.¸¸.•

No hay comentarios:

Publicar un comentario