El niño quiso dibujar un animal. Pensó en el ciervo, que es un caballito con la cabeza llena de palos; pensó en el zorro. Y al final se le ocurrió que lo mejor sería dibujar un perro que es un animal fácil de dibujar porque siempre está al lado de uno.
Tenía una carbonilla muy negra y un papel muy amarillo. Empezó por las patas que es lo que sostiene; hizo tres ya que a la cuarta no sabía qué posición darle. Le salieron bien, seguramente porque esa carbonilla ya había dibujado perros.
Continuó con el trazado del cuerpo y cuando le tocó diseñar la cabeza, pensó en un hocico puntiagudo pero tuvo miedo de que le saliera un pico de pájaro; tampoco debía ser completamente chato porque entonces el perro parecería una foca.
Y pensó también en las orejas: mejor grandes para que oyeran las voces de todos los dibujos que hay en el mundo. Y también era preferible que estuviesen levantadas y no caídas para que no terminaran cayéndose al suelo y que él se tuviera que pasar el día levantando orejas.
¿Y los ojos? ¿Los haría redondos como bolitas? No, porque todo lo que es redondo un buen día empieza a girar, y ya se sabe que un perro no debe tener ojos giratorios. Se los haría un poco alargados, con una mirada que se desparramara por todo el papel y también por toda la casa.
Por fin el niño trazó una oreja tal como lo había decidido, grande y levantada, y antes de hacer la otra dibujó un ojo para no olvidarse cómo lo quería, y después empezó a delinear un hocico que no fuera pico. Pero antes de terminarlo oyó que otros chicos lo llamaban para jugar, y salió corriendo a todo correr.
El dibujo quedó sin terminar.
La carbonilla rodó sobre la mesa buscando un sitio dónde esconderse porque la habían gastado bastante y no quería reducirse a un trocito. Nadie repara en los trocitos y los pobres deben andar a saltos por el mundo para demostrar que existen. Y aun así, nadie los ve.
Confiada en que el descanso la haría crecer, la carbonilla se ocultó entre un cuaderno y un compás.
Antes de que anocheciera, por la ventana abierta entró viento, no el viento grande sino un viento niño que quería jugar.
Volaron los papeles en donde el chico había hecho sus sumas y sus restas de la escuela. Los números de las cuentas saltaron con los resultados puestos al revés; un 4 quedó sentado -mirándolo bien, el 4 siempre está sentado-, y un 0 rodó como una bolita. Voló también una pluma que vivía en un rincón; la carbonilla se resfrió, y el papel amarillo en el que había poco más de medio perro dibujado, planeó por el cuarto y terminó cayéndose al suelo.
El dibujo tembló.
El viento niño se divertía, pero cuando oyó que su padre, el viento grande, lo llamaba, salió por la ventana por donde había entrado. Todo volvió a estar quieto aunque no en orden. Y hubo otro cambio: el dibujo sin terminar se había empezado a desprender ligeramente del papel.
A la noche sintió que se había desprendido del todo.
Trató de levantarse y pudo hacerlo, al principio con miedo de caerse, y después con más y más confianza.
Aunque no mucha porque no es lo mismo estar parado en tres patas que en cuatro.
Dio unos pasos inseguros pegado a la pared. No se animaba a caminar por el centro de la habitación, pero de pronto dio un salto, en realidad un saltito torcido ya que le faltaba una pata, y se alejó de la pared. Y anduvo hasta la medianoche dando vueltas y vueltas en medio de ese cuarto que había quedado con la ventana abierta porque hacía calor.
Y después se acercó a la ventana y dio un salto tan alto que cayó en la calle. El aire fresco lo animó bastante, pero él se quedó allí sin saber qué hacer, no en cuatro patas sino en tres.
Con su único ojo miró la calle desierta; con su única oreja oyó el barullo que hacían los monigotes dibujados en las paredes.
Echó a andar.
De repente tuvo miedo y se escondió en un umbral.
Y después sintió hambre, y en cuanto el miedo se le redujo a la mitad, siguió su camino que a algún lado lo llevaría.
Anduvo, anduvo, no muy ligero porque no era bípedo ni cuadrúpedo. Ya se sabe que con tres patas se camina más despacio que con dos, aunque cueste entenderlo.
Seguía sintiendo hambre. Por fin junto a un portal encontró un pequeño hueso pero no lo pudo comer porque los perros dibujados sólo pueden comer huesos dibujados.
La noche era de verano, apenas fresca, pero él sintió frío. Se acurrucó junto a un álamo plantado en la calle, después de olfatearlo con su media nariz.
—¡Un perro sin terminar! —exclamó el árbol.
—Soy un dibujo —le aclaró él.
Las hojas lo miraron con miles de miles de ojitos verdes y le dijeron:
—Así incompleto como estás corres el peligro de borrarte.
El pobre dibujo sintió de golpe más hambre y más frío, y un nuevo miedo que le sacudió las pocas líneas de que estaba formado.
—¿Qué debo hacer? —le preguntó al árbol.
El álamo tenía gran cantidad de años guardados en el follaje, en las raíces, debajo de la corteza, y como no se le había perdido ninguno, sabía muchas cosas.
—Lo que debes hacer —le aconsejó al dibujo— es que alguien te termine. ¿Cómo vas a andar así por el mundo?
—¿El mundo está terminado? —preguntó él.
El árbol se quedó pensativo.
—Me parece que si —le respondió—. Aunque algunas cosas faltan hacerle: remendar los agujeros de los volcanes, rellenar con tierra los precipicios, hacer que el viento ande en bicicleta, y poner más casas por todas partes y más árboles como yo. Pero más fácil será que alguien te termine a ti y no al mundo.
—¡Gracias! —exclamó el medio perro levantándose; y antes de dar un paso le confió al álamo:— Tengo hambre.
El árbol se inclinó bastante señalándole una callecita, y le informó:
—Si vas hacia allí, encontrarás en un muro el dibujo de un huesito hecho hace años por un perro dibujante. Y te lo podrás comer.
Después de desearle buena suerte al perrito de carbonilla a medio hacer, el álamo lo vio dirigirse hacia el sitio que él le indicara con el verde dedo índice que tenía en la punta.
Y después con sus ojos vegetales vio cómo el pobrecito se comía el hueso dibujado.
¡Ah, no tener hambre es una gran cosa!
Las tres patas se sintieron más fuertes, capaces de sostener a una jirafa; la única oreja empezó a aletear; el único ojo se puso brillante como un pedacito de fogata.
El dibujo sin terminar llegó a un lugar descampado cuando ya amanecía. El sol recién nacido sintió piedad por él y le envió todo su calor, toda su luz. Y él dejó de tener frío. Fue como si el día hubiese comenzado en su cuerpecito; alrededor de él estaba oscuro y fresco. Y después de entibiarlo, el sol se comportó como debe ser.
En un prado donde había dieciocho millones trescientas veinticuatro mil plantitas de avena, el dibujo se encontró con un granjero.
—Por favor, ¿no tienes una carbonilla? —le preguntó.
El hombre lo miró extrañado. Es que nunca había oído la palabra carbonilla.
—¿Qué ave es esa? —se sorprendió—. Yo sólo tengo patos, gallinas y gansos.
—No es un ave —le explicó el dibujo—. Es un carbón largo y bastante flaco. Pero lo mismo me serviría cualquier trocito de carbón.
El granjero se dispuso a buscar lo que el medio perro le pedía, y en cuanto dio tres pasos le oyó decir:
—¡Ah, y por favor trae un papel en donde yo pueda caber, mejor si es amarillo!
El hombre volvió con el trocito de carbón que desde hacía unos días vivía en su hornalla, y con una hoja grande de papel blanco que se volvió amarillo en cuanto el dibujo se tendió en él.
—¿Vas a dormir? —le preguntó el granjero.
—No. Necesito algo más importante que el sueño —fue la respuesta.
—¿Y qué es?
—Que me termines de dibujar.
El hombre dio una vuelta entera alrededor de él y se lo quedó observando. Después dijo:
—Pareces un perro y yo no sé dibujar perros. Tan sólo aves.
—Por favor, inténtalo —rogó el desdichado.
El granjero tomó el carbón que había encontrado en su hornalla, le sopló el cuernito de ceniza que tenía, y en el sitio de la oreja que faltaba trazó una cresta. La cuarta pata la hizo zancuda, bastante más larga que las otras tres, delgadísima y con los dedos muy separados. El ojo que faltaba lo hizo más chico que el otro y bien redondo, con una vigilante mirada de gallo. Y después completó el hocico con medio pico entreabierto.
Y cuando ya daba por terminado su trabajo hecho con el trocito de carbón y con una gran cantidad de buena voluntad y desacierto, el granjero reparó en que el pobre animal no tenía rabo. Y entonces le dibujó una cola emplumada.
—¿Quedé bien? —preguntó el perro que ya no era perro. Y en cuanto hizo la pregunta, del medio pico le salió un cacareo.
—¡A la perfección! —contestó el granjero contemplándolo embelesado.
El dibujo se sintió feliz. Para él sentirse feliz era como estar cubierto de estrellitas. Y se levantó del papel amarillo que volvió a ser blanco en cuanto él lo abandonó.
Le agradeció al granjero la ayuda y echó a andar, completo, pero disparatado.
Le costaba mucho más caminar debido a esa pata zancuda, pero no se quejó. También le costaba arrastrar esa cola como de pavo real que ahora tenía. Sin embargo, continuó andando a la espera de encontrarse con seres que quisieran ser sus amigos.
Llegó a un bosquecillo y se anunció con una voz que fue mitad ladrido y mitad cacareo.
En vez de animalitos con quienes entablar una amistad alegre, apareció un explorador, de nariz muy larga para explorar mejor.
—¡Qué animal más raro! —exclamó lleno de asombro—. Lo voy a capturar.
La palabra "capturar" lo asustó al dibujo que echó a correr todo lo que pudo, todavía más. Tuvo miedo de que esa palabra horrible lo borrara. El explorador agitaba una red para capturar que él mismo había hecho uniendo todos los agujeros que había encontrado en sus exploraciones, pero de nada le sirvió porque el animal raro seguía corriendo a los saltos a mayor velocidad que él. Había momentos en que los separaba una distancia de doce caracoles en fila, y momentos en que la distancia entre los dos era de doce vacas, también en fila.
El dibujo se salvó gracias a los saltos que daba su pata larga.
Cuando el explorador lo perdió de vista, se puso a contar los agujeros de su red por si se le había caído alguno.
A la entrada de un caserío, el perro-ave, todavía agitado, se guareció en un umbral. Es que los dibujos se cansan como lo que realmente está vivo; en realidad un dibujo también está vivo, aunque de otra manera. Y él estaba muy fatigado por la carrera y por el miedo. Cerró al mismo tiempo su ojo de perro y su ojo de gallo, y no consiguió acomodar su pata zancuda que se salía del umbral, ni cerrar su cola emplumada para que ocupara menos espacio. Lo que sí consiguió fue dormir.
Y una hora después, cuando despertó, vio caer una lluvia que le sacó la lengua, una lengua de agua. Y él volvió a asustarse pensando que si la lluvia lo mojaba se le borrarían las líneas de que estaba hecho.
Y continuó en el umbral hasta que el mediodía mandó a la lluvia a la nube de donde había salido. Y toda el agua caída tuvo que levantarse y volver al cielo.
El perro-ave salió de su refugio y continuó andando por las calles del caserío. Las gentes, al verlo, en cuanto salían de su asombro, reían y reían.
—¡Un perro mezcla de ave de corral!
—¡Un disparate andando!
—¡Nunca se ha visto nada más ridículo!
—¿De dónde habrá salido?
—Además está tan flaco, tan flaco que parece un dibujo.
El pobre comprendió que se estaban burlando de él. Todos lo señalaban sin dejar de reír. Sí, estaba en el centro de una burla que crecía y crecía, que giraba y giraba. Si no hubiese estado hecho de carbonilla, se habría puesto colorado, pero de la negrura no puede salir ningún color.
Rengo a causa de su pata bastante más larga, el dibujo disparatado atravesó el pueblo a saltos desparejos, humillado y triste.
La cresta se le había caído sobre el ojito de gallo, la cola emplumada se arrastraba por las piedras de la calle. El medio pico se abría y se cerraba soltando tres cuartos de ladrido junto a dos cacareos y medio, todo mezclado.
El único que le dio la bienvenido con una alegría hecha de lucecitas fue un monigote dibujado en una pared.
—¡Hola! —lo saludó.
—Hola —respondió él en voz baja, entre un ladrido revuelto y un cacareo agujereado, temeroso de ser burlado una vez más.
—¿No te da miedo andar suelto? Podrías venir a vivir en esta pared. Está recién pintada —le ofreció el monigote.
Él lo miró mitad con su ojo de perro, mitad con su ojo de gallo. Y le sonrió con su medio hocico, con su medio pico.
Estuvo a punto de aceptar pero tuvo que lanzarse a una nueva carrera porque las voces de las burlas se convirtieron en una amenaza que soltaba una espuma negra como todas las amenazas.
—¡Vamos a atraparlo! ¡Vamos a atraparlo!
Se salvó a duras penas, y gracias a que saltó a una vieja pared de donde nadie pudo sacarlo. Es claro, más le hubiera gustado estar junto al monigote y no tan solo. Y por fin las burlas se fueron, pero cuando llegó la noche tuvo que salir de su refugio porque la pared empezó a descascararse.
De un salto bastante torcido se halló de nuevo en la calle. Miró hacia todas partes por si había alguien que se riera de él. No había nadie. Se sacudió la cal de la pared descascarada y empezó a caminar.
Anduvo, anduvo...
Era ya de madrugada cuando se vio en un descampado en medio de la niebla. La niebla es una nube pegada a la tierra, y menos mal que él no lo sabía porque casi todos se asustan si saben que están dentro de una nube.
Ni su ojo de perro ni su ojo de gallo le servían: no veía nada, como si estuviese encerrado en una casa de humo. Se tendió en el suelo, y como nada veía, no se dio cuenta de que se había acostado en un charco. Lo advirtió cuando la mojadura lo hizo estornudar.
Mientras él estornudaba el agua le borró la cresta, y después la cola emplumada. Un minuto más tarde nada quedaba del medio pico, nada quedaba de la pata zancuda. Lo último en desaparecer fue el ojo redondo de gallo. Por suerte, el agua del charco había borrado sólo las líneas trazadas por el granjero. Al dibujo hecho por el chico lo dejó intacto porque lo que los niños hacen es imborrable.
El perro a medias salió del charco, claro está, todo mojado. Una gota muy grande que le colgaba de su único ojo parecía una lágrima.
Y en cuanto pudo enderezar sus patas, que nuevamente eran tres, le pidió a la niebla que le hiciera un caminito para salir. Y la niebla, como si fuese encendiendo fósforos, le marcó un sendero de luz por donde él empezó a andar hasta salir de esa nube posada en la tierra y poder verse cerca de su casa.
Le latió el corazoncito que no tenía dibujado pero que tenía, y cuando llegó a su ventana necesitó tres saltos para entrar. Una vez adentro buscó la hoja amarilla en donde había nacido, y la encontró sobre la mesa junto a la carbonilla.
—Menos mal que volviste —le dijo la carbonilla.
—Menos mal —repitió él; y después se tendió sobre el papel amarillo y de golpe se quedó dormido.
Cuando entró el niño lo contempló con una alegría que parecía relumbrar.
—¡Apareció mi dibujo sin terminar! —exclamó.
Tomó la carbonilla entre sus dedos que sabían trazar líneas y completó el dibujo. Todo lo que faltaba le salió bien. El rabo se lo hizo levantado para que ese fuera un perro contento. Y después anunció:
—Voy a colgar este dibujo en una pared.
Pero no pudo hacerlo.
El dibujo terminado saltó del papel amarillo moviendo la cola, los ojos muy brillantes y el hocico con la lengua afuera, una lengua que el chico no había trazado.
No; no se había convertido en un perro de carne y hueso: seguía siendo un dibujo, un dibujo que nunca se borraría y que andaría suelto todo el día junto al niño, y que además podría ladrar, y dormir en el papel amarillo cuando tuviera sueño.
FIN
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Visto y leído en: Cuentos mágicos
http://cuentosmagicosblog.blogspot.com.ar/2012/06/el-perro-sin-terminar-maria-granata.html
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Ilustraciones: José Liotta
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